jueves, 30 de agosto de 2012

Decoración del barro


La decoración de vajillas del Carmen de Viboral se convirtió en un oficio de exclusividad femenina, gracias a las múltiples mujeres que aprendieron a trazar dibujos sobre piezas en bizcocho en algún viejo taller de cerámica. Ellas sobresalieron en este oficio, se convirtieron en una parte fundamental de la historia de la cerámica y muchas de ellas continúan decorando.
Creadas las fábricas y talleres de antaño, se introdujo la decoración del bizcocho para hacer productos, además de útiles, atractivos. La intención era contar con objetos estéticos para el uso cotidiano.
Las técnicas de decoración fueron variadas, iniciando con el uso del pincel y las esponjas marinas. En otras épocas se utilizaron moldes de cartón y cartulina para hacer las flores de manera medida: proceso de decoración en serie. Otras empresas utilizaron calcomanías que fijaron al producto en bizcocho. Sin embargo, se retornó a la decoración manual y las artesanas experimentadas tuvieron libertad sobre la pieza de barro.
Las decoradoras pintaron figuras naturales que inspiraron las pintas tradicionales, actualmente trazadas en platos, tazas, pocillos y demás utensilios. También se habla de decoración con motivos indígenas y tropicales por los años 30´s, a cargo del señor Pepe Mejía, como una manera de retratar elementos propios del entorno.
Cuando la empresa de cerámica La Continental quiso desechar el uso de calcomanías, se abrió un salón de decoración “manejado por unos siete hombres”, según cuenta Consuelo Arias, decoradora de profesión. Sin embargo, el salón fue cerrado a causa de una huelga que emprendieron estos personajes, época en la cual se permitió que varias mujeres de la fábrica practicaran la decoración algunos minutos del día y, posteriormente, el salón se reabrió con varias de estas mujeres, generalizando la decoración como actividad femenina.
Anteriormente estas pintas no tenían nombres, solamente se determinaban de acuerdo al número que reposara en sus catálogos de decoración. Florelba, la pinta azul cobalto, era la  número 011 en el catálogo de La Continental. De ésta se dice que fue una muestra que trajo algún comerciante al municipio y se reelaboró a manos de la decoradora Flor Elba Vargas, hasta convertirse en lo que es ahora: “capullos de agujitas puntiagudas”, en palabras de Consuelo Arias.
La lista de decorados básica, en aquel entonces, incluía también las pintas Primavera y Saúl (012). Guillermo Rendón, quien llegó como jefe de ventas a La Continental, fue quien inició el primer almacén de artesanías y puso nombres a éstas y otras pintas, que se convirtieron en las tradicionales.
Doña Consuelo, quien actualmente decora en Artesanías AZ, fue quien diseñó las pintas Aguamarina, Floral, Dalia, Camelia y Lucía, a esta última pinta, que mezcla el azul turquesa y el naranja, la llamó por el nombre de su madre. Para Consuelo “una pinta fea es la que se ve como triste”, por eso ella va componiendo sobre la marcha, agregando color con sus pinceles y, en el mismo plato, va dando formas cuando de crear nuevas pintas se trata.
Los diseños que van surgiendo hacen parte de un proceso de experimentación: combinación de colores, formas e imaginación. Muchas de estas piezas de barro, con sus trazos y colores exclusivos, se han hecho objetos hermosos e inimitables.
Así como Consuelo, muchas otras decoradoras, en diferentes talleres o fábricas, recogen las piezas luego de la primera quema en el horno, las desempolvan, hacen la prueba del timbre, las clasifican y pasan a decorarlas con sus propias manos, haciendo uso de pinceles, esponjas y alguno de los colores que disolvieron en agua.

Producción y redacción: Marisol Gómez Castaño

Las vajillas de El Carmen de Viboral


Un pequeño y rústico taller de cerámica albergaba, hasta hace un par de años, gran parte de la historia de esta práctica artesanal en El Carmen de Viboral. No solo tenía importancia la manera tradicional como se producían las vajillas de barro en El Trébol; además, era valioso el conocimiento y las anécdotas de otros días narradas por don Clemente Betancur. Allí, este ceramista de profesión contaba viejas historias a quienes visitaban su taller…
Las grandes fábricas, durante la época dorada de la cerámica, incluyeron todo el proceso de transformación de la materia prima, contaban con grandes cunetas, fuentes de agua, molinos y varios obreros involucrados en una y otra parte del proceso.
La arcilla reposaba en tanques de agua, las piedras como el feldespato y el cuarzo se trituraban y afinaban con la intensión de pulverizarlas. Así, se tenían grandes molinos de madera, que aunque rústicos, lograban transformar estos minerales en polvo blanco.
Después se combinaba el fino polvo y la arcilla en pocas cantidades de agua, y se amasaba con el ánimo de obtener una mezcla pura y consistente. Con el paso de los años, don Clemente y los demás artesanos empezaron a comprar la pasta lista porque facilitaba el trabajo, los talleres podían ser más reducidos y el barro traído era de mejor calidad. Las demás etapas del proceso continuaron siendo las mismas de antes, sin dejar a un lado el saber tradicional con el que contaban los ceramistas.
Para darle forma al barro, los artesanos recurren a dos procesos de moldeado, uno de ellos hace uso de la mezcla en estado líquido, que es vaciada a moldes de yeso hasta que seque completamente. El otro proceso trabaja la pasta en estado sólido, que es depositada en moldes donde empieza a girar el disco del torno y a dar forma a platos hondos, tazas y pocillos.
Así son obtenidas las piezas en crudo, dejadas en lugares aireados sobre estantes de madera. Posteriormente el artesano pule, limpia y deja listas las piezas de barro para la primera quema o cocción en bizcocho, como se le llama tradicionalmente. En este proceso, las piezas son llevadas al horno durante algunas horas, mientras el artesano experimentado hace control de la temperatura y la cantidad de carbón suministrado, de una manera rústica: a ojo. Cuando el horno se apaga, las vajillas se dejan en enfriamiento durante 48 horas.
A continuación llegan las mujeres decoradoras a estos talleres, expertas en trazar pinceladas coloridas que van dando alegría a cada pieza de barro. Luego, cada producto se sumerge en tanques de líquido blanco donde se esmaltan y adquieren una cubierta impermeable que, además, le da brillo a cada recipiente. Así, se llevan nuevamente al horno para la segunda y última quema.
Al terminar el proceso se hacen algunas pruebas de calidad, como el timbre, para lo cual es indispensable que los artesanos tengan buen oído y puedan definir el tipo de golpe. “Si el golpe es seco, significa que hubo problemas en la cocción”. Finalmente, los artesanos empacan las vajillas y las llevan a la venta. Anteriormente, estos productos se transportaban en guacales de madera y paja y se vendían con la ayuda de algunos pregoneros en pueblos cercanos. Ellos, con voces encantadoras y el tono picaresco propio de los pueblos antioqueños, se robaban la atención en las tradicionales ferias. 

Producción y redacción: Marisol Gómez Castaño

Historia de la cerámica en El Carmen de Viboral


Corrían las últimas décadas del siglo XIX, cuando el señor Eliseo Pareja llegó a El Carmen de Viboral y descubrió la riqueza de la región en feldespato y cuarzo, minerales necesarios para la fabricación de piezas cerámicas. Sería este personaje el fundador de la primera fábrica “Locería del Carmen” y el forjador inicial de una tradición de más de 110 años.
Eliseo Pareja, acompañado de Lisandro Zuluaga, provenían de la locería de Caldas donde trabajaban como operarios, ellos estaban en búsqueda de un lugar donde asentarse, ruta que los llevó a El Santuario y, posteriormente, al municipio donde le dieron vida a sus piezas cerámicas desde el año 1898.
Con el paso del tiempo comenzaron a establecerse nuevas fábricas de loza y algunos talleres en predios familiares, tanto así que en el año 1987 se contaban con 27 establecimientos dedicados a la producción de vajillas del Carmen de Viboral.
Fue de esta manera como algunos carmelitanos se hicieron cercanos a la arcilla, la fábrica, a los molinos rústicos con los que se generaba energía para procesar la materia prima y a la manera primitiva como se producían estas piezas de barro. Algunos artesanos recuerdan los largos trayectos por caminos reales, con pocillos, platos y tazas a lomo de mula, dirigiéndose a Sonsón y como destino final al centro del país.
A finales de la década de los 80´s, la fábrica de cerámica La Continental comenzó un proceso de exportación que aceleró su éxito y reconocimiento. Las vajillas del municipio llegaban a todo el país, se sabía del oficio de los ceramistas, se destacaron algunas de las pintas plasmadas por las decoradoras y se hablaba de más de 2000 familias que sobrevivían gracias a la producción de loza.
Sin embargo, a mediados de los 90´s disminuyeron significativamente los encargos de vajillas como resultado de la apertura económica (con la que ingresó cerámica al país a bajos precios) y el uso de materiales de plástico como utensilios cotidianos de cocina. Finalmente, estos factores provocaron que numerosas fábricas y talleres cerraran sus puertas.
Así finalizó lo que algunos llamaron la época dorada de la cerámica. Sin embargo, quedaron algunos talleres familiares que resistieron por el amor que profesaban los artesanos a la transformación del barro y porque todas sus vidas habían sido dedicadas a este oficio. Continuaron motivados por los recuerdos de otros días.
Cuando se pregunta por alguna vieja fábrica de loza, aparecen nombres como La Moderna, La Continental, El Cóndor, La Júpiter, entre otros. Algunos carmelitanos más, mencionan el recuerdo de carreteras veredales invadidas por recortes de loza en bizcocho, sin pintura ni esmalte: “las calles de Campo Alegre –dicen– tenían una apariencia blanca”.

Producción y redacción: Marisol Gómez Castaño
Artículo para: http://www.delcarmendecor.com/

sábado, 28 de julio de 2012

Doce actores en busca de la máscara


El gesto que podía insinuar el actor se oculta tras la máscara que fue puesta sobre su rostro. El personaje, entonces, acude al movimiento de su cuerpo, a la potencia de su voz, a dar sutiles o extravagantes tonalidades que justifiquen la presencia del objeto inanimado.
Sustituir el rostro con máscaras es dejar al actor sin el principal recurso de expresión. El espectador, entonces, se enfrenta al “vacío interior” de un personaje que recurre al cuerpo para lograr definirse y emocionarnos. Ahora no está el gesto como acción dramática intencionada, pero el espectador no necesita ser testigo de la expresividad de sus facciones.

Fotografía: Carolina Betancur.

El maestro Orlando Cajamarca, director del teatro Esquina Latina de la ciudad de Cali, compartió con doce actores de El Carmen de Viboral, y el oriente cercano, el taller de “Aprestamiento del actor a través de la máscara”, espacio donde se trabajaron algunos ejercicios para facilitar y potenciar la actuación con máscaras; ejercicios que también son útiles para la actuación sin ellas.
Cajamarca se acercó a la “máscara” gracias al trabajo impulsado por el francés Jean Marie Binoche (director de teatro, experto en formación de actores y directores) quien dictó un taller, en la ciudad de Cali, sobre estética y técnica de la utilización de máscaras en el espectáculo. Desde ahí, él mismo ha sistematizado un “aprestamiento básico para la actuación, donde la máscara es la herramienta de entrenamiento más importante y el campo visual del rostro se reduce en más de un 60%. No hay tiempo para amelcochar el gesto, todo se dedica a expresar”, afirma el director de Teatro Esquina Latina.
En los dos días de encuentro y creación, previos al inicio de la programación oficial del Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble, se exploró el significado y uso de la máscara en diferentes épocas y culturas, se recordó –además– que fueron los griegos quienes utilizaron este antifaz para definir la persona: quien tuviera una máscara era un personaje.
El objeto de yeso sugiere un rostro neutro, un ícono de la personalidad que quiere significar y permanecer durante el transcurso de la función. Son muchos los directores, hacedores de teatro y quienes hacen pesquisas sobre el acto teatral, los que sostienen que “la máscara aplicada en el rostro potencia la expresión del cuerpo”, porque obliga al actor a asumir su teatralidad “desde abajo, desde el arraigo a lo tradicional”, desde las extremidades de su cuerpo que evidencian lo interior (alojado, en otros casos, en los gestos).
En dichas jornadas, no se dejó de lado “la máscara ligada a las tradiciones y rituales” de diferentes culturas, que tuvieron “aplique desde el teatro griego y la comedia de arte italiana” y se retoman en el siglo XX, época de “reencuentro con la máscara en su potencia ritual”, en palabras del facilitador del taller.
Para Argiro Estrada, promotor de teatro de la Escuela de Artes del Instituto, “lo valioso del taller es que nos generó nuevas posibilidades de estar en el escenario, desde la relación del actor con su propio cuerpo, esto nos permite configurarnos de otras maneras para conmover y generar asombro desde lo inesperado. Pienso que es muy interesante que le pasen a uno este tipo de cosas”.
Al finalizar la jornada, el maestro Cajamarca mencionó que algunos actores están mucho más familiarizados con el trabajo corporal y expresivo, de acuerdo a las habilidades que han desarrollado con el paso del tiempo. Sin embargo, los novatos en este tema también se llevaron diversos elementos y avanzaron con la propuesta del taller, puesto que “cada quien pesca de acuerdo al largo de su ensueño”.
Al reflexionar sobre su participación en el Festival, Cajamarca manifiesta que pudo avanzar considerablemente en este taller “por la misma tradición y empuje que ha tenido el municipio, por el proceso que ha dejado el Gesto Noble a lo largo de los años y el avance que se empieza a notar: se ha hecho una fuerte formación de públicos, hay sensibilidad en actores y espectadores y se han facilitado otros talleres formativos”. Afirma, finalmente, que “hay un fermento que ya está ahí. Es evidente que ya comienza a brotar la semilla en cada uno de los jóvenes actores”.

Producción y redacción: Marisol Gómez Castaño
Artículo para: Periódico El Gesto Noble

lunes, 23 de julio de 2012

Más que comparsas, es todo un carnaval


El Festival ha comenzado. Los artistas y teatreros se preparan con pinceles y acuarelas para la transformación de sus rostros. La intención es clara: trazar figuras coloridas sobre la piel para exagerar sus expresiones y, de acuerdo a la propuesta que traen, dar alegría y cuestionar asuntos de la vida diaria durante el recorrido.
El Carnaval de Comparsas inicia en el Centro de Convenciones de El Carmen de Viboral. A lo lejos, la presencia de los espectadores delimita el camino a seguir por parte de los artistas.
Los primeros personajes que aparecen cuentan la Leyenda del Alfarero de Fuego, el vestuario y color de piel remiten al barro, los movimientos y tiempos hacen honor a la transformación de esa masa elemental en la tradición carmelitana.
Los jóvenes narran el valor patrimonial de la cerámica desde la expresividad que les permite el cuerpo, la voz, las palabras dichas con emoción y sus miradas penetrantes. En la voz de una mujer se escucha parte de la leyenda: Cuando los primeros pueblos eran aún filitas de chozas, él ya era un viejo, su vagar por el mundo lo llevó a los lugares más remotos y exóticos del planeta, siempre viajaba a pie o nadaba para atravesar océanos…
Entre sonidos, malabares y magia, los personajes de Barriocomparsa, Polichinela, Pantolocos y La Polilla, avanzan hacia la carrera 31 (Sector La Alhambra). En las risas de algunos niños curiosos se refleja sorpresa y complicidad con quienes están ocultos tras las máscaras; son los más pequeños de la familia quienes saludan, tocan con timidez algunos de los actores y otros, más osados, bailan y cantan junto a ellos.
Mujeres y abuelos contemplan, desde el balcón de sus casas, el espectáculo de colores que se toma las calles con La Tartana, Simetría 333, Air Blue, Alex Sombreros y la Banda Insignia, quienes avanzan por la Calle de la Cerámica. Hasta allá llegan los golpes del tambor, las melodías del saxofón y el clarinete, en un ambiente festivo que logra contagiarlos.
Entre aplausos y sonrisas, se adelantan las propuestas creativas de Mimonerías, Banda Tercera Edad, Cenizas, Nuestra Gente, Circo Medellín, Banda Municipal y Urania; los personajes hacen el recorrido hasta llegar al parque principal del municipio. Algunos espectadores evidencian, desde la quietud e inexpresividad del rostro, otras maneras de contemplar el carnaval, que remiten a la introspección.
La mayoría de los asistentes ponen su mejor gesto y se dejan contagiar por la festividad, dejando que vuelva el niño interno que les permite imaginar, sonreír y actuar como parte de la puesta en escena que apenas comienza.

VOX POP



Sara Saldarriaga Buriticá
Está espectacular esta comparsa, se nota la preparación de los grupos y los mensajes que nos traen. Por ejemplo la última comparsa nos mostró, en forma de charla, cómo es la vida en el país y la manera como los políticos nos envuelven. Éste es un ambiente de alegría y de unión, que nos une a todos en los desfiles, las obras, la noche de clown…



Juan José Arbeláez
Esto es muy vacano, mucha gente llega aquí para ver este festival. Lo que más me gusta es que se junta lo más preciado del pueblo en una fiesta que lleva tanto tiempo, donde todos salen a divertirse y nadie se pierde de la comparsa.



Mariola Arango
Yo estoy sorprendida desde que empezó el desfile. Yo no había visto esto jamás ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Podría decir que es muy cultural, aquí se encuentran cosas que uno no se alcanza a imaginar, por eso sigo aquí sentada. Yo creo que la gente ve esto con el alma y el cariño más grande, no es sino mirar el gentío que todavía hay.



Juan Pablo Agudelo
Me encanta venir al Gesto Noble desde hace tres años, que me di cuenta que existía. Estuvo súper el carnaval, la coordinación, el trabajo en equipo, hay un esfuerzo de todos los personajes por mostrarnos la belleza del festival.



Lizeth Valencia
He visto la gente muy animada. La comparsa llena de vida y de música alentó a personas de todo tipo, grandes y chicos, y todos sacamos ese lado infantil y carnavalesco que tenemos. Me gustó mucho volver a ver a personajes que he conocido en la comparsa (teatreros), encontrarme con ellos otra vez y tener la posibilidad de recochar un rato.

Producción y redacción: Marisol Gómez Castaño
Artículo para: Periódico El Gesto Noble

miércoles, 27 de junio de 2012

¿Qué tal si planeamos desde la cercanía?(Ensayo)


No hay futuro aislado ni completamente adivinado, es ahora cuando construimos lo que seremos.

Basta con pensar nuestra realidad, por lo menos esa invención subjetiva y al mismo tiempo mediada a la que nos ha llevado nuestro paso por la vida, para darnos cuenta de que hace falta un desarrollo real, que no recurra a edificios gigantes, escuelas vacías, parques desolados, sino a escenarios naturales e incluyentes para que se pueda habitar el mundo.
Y si pensarnos en el futuro no está alejado de lo que somos, sabemos y hacemos ahora, debo decir que eso “que está por venir”[1] no alcanza a ser transformador del camino de explotación, aprovechamiento y abuso que hemos dirigido hacia adelante, donde nos aíslanos unos a otros todos los días.
La misma revolución industrial trajo consigo un afán de “modernización y progreso” que no distingue entre los beneficios y los desastres para el ser humano, que sustenta la explotación de la tierra y los demás seres vivos para abastecernos y acceder a lujos innecesarios que nos acercan a una supuesta felicidad, promocionada (mayormente) en medios de información masivos.
Si eso que está por venir tiene que seguir padeciendo la explotación minera, la contaminación de ríos y mares, la explotación laboral, la corrupción de funcionarios estatales, la manipulación que ejercen los medios de información, el hambre de quienes no acceden a los supermercados, ni a salud y educación de calidad… no veo un futuro despejado y, mucho menos, mejorado.
Pero es hora de dejar a un lado lo desgraciado que hemos vuelto algunos aspectos del presente, que nos han hecho pesimistas. Es momento de plantear soluciones imaginadas, iniciadas y/o concertadas desde lo local.
No en vano surgen todas las propuestas de desarrollo incluyente, a escala humana, cambio social, sostenible, desde lo rural… por parte de grandes pensadores, que se han acercado a comunidades afectadas y han encontrado allí las respuestas. La necesidad de cambio se nos figura ahora, porque estamos avanzando a lo desconocido que se nos presenta hostil, desmedido e insostenible.
Si me preguntan, entonces, por el futuro que deseo (alejado de lo que hacemos ahora) yo diría que es el momento indicado para apoyar, hacer surgir y avanzar las iniciativas locales, los pequeños proyectos construidos por comunidades que se piensan y asumen como responsables del avance propio, para incidir (algún día) en territorios mucho más extensos.
Actualmente vemos colectivos, fundaciones y jóvenes con proyectos escolares/académicos que están preocupados por incidir desde programas periódicos, encuentros temporales y planes de acción efectivos en diversas áreas del saber y hacer para generar transformaciones sociales.
Menciono algunos de estos procesos (que avanzan y requieren apoyo) en Colombia: agroecología para el abastecimiento de productos sanos y campesinos sanos; conservación de bosques para conservar la riqueza hídrica, la flora y fauna; escuelas de comunicación comunitaria para aumentar la participación social, la exigencia de sus derechos civiles y la capacidad de hacer memoria del territorio en productos periodísticos; proyectos de cultura y desarrollo, que lejos de asumir a las personas como espectadoras las proponen como actores sociales que reivindiquen la localidad; encuentros de ruralidades, donde se reivindica el valor, aporte y la construcción de las comunidades campesinas; grupos estudiosos y propulsores de la soberanía alimentaria, que se oponen a grandes proyectos de Estados que no miran al interior de sus países: TLC en Colombia.
Son muchos de estos procesos, nacientes o avanzados, los que están generando la necesidad de pensarnos más allá de la subsistencia diaria y la riqueza económica, porque se rescata el valor de hacernos sujetos dignos, defensores del territorio y proponentes de un modelo de desarrollo propio.
Se instala, ahora, el trabajo en red y una autogestión en diversos escenarios (que parte del trabajo voluntario de profesionales, líderes comunitarios y población reflexiva) para que dichas propuestas y encuentros puedan incidir realmente, generar cambios y opciones para su realización.
Considero que es este el momento de apoyar las pequeñas propuestas, y dejar a un lado los grandes proyectos que llegan a través de corporaciones, instituciones y empresas que gastan sus recursos en burocracia y resultados cortoplacistas.
Más allá de efectos inmediatos, es necesario dejar instaladas las capacidades para el cambio en manos de las comunidades (no propuestas específicas), para que el movimiento surja de ellas mismas porque las asumen como propias y procuran su conservación e impacto. No es necesario invertir en más proyectos ajenos, nombrados por las comunidades como “construcciones de la Unicef”[2] o “agencias de prensa del PNUD”, no es necesario el protagonismo que quieren entidades, ONG´s y Estado quienes sustentan la inclusión social en indicadores ajenos, lejanos de la calidad y el impacto real.


[1] Definición de Futuro. En: Real Academia Española
[2] Gumucio, Alfonso. En: Conferencia-Panel comunicación y educación para el cambio social. Universidad de Antioquia. 12 de junio de 2012.

lunes, 9 de abril de 2012

Allá está mi tierra, entre montañas. (Introducción)


Difícilmente exista un colombiano que no haya padecido la guerra, ese monstruo devorador que adquiere tantos rostros, que ataca hasta imponerse, que lleva sobre sus múltiples hombros, además de un fusil, el poder, una ideología o un temor a infundir.
Muchos han vivido la guerra o la han escuchado de diferentes voces, otros han sentido miedo en todo el cuerpo y han llorado muchas almas cuando ven la miseria que deja después de su paso. Esa guerra ataca también a campesinos, la mayoría de ellos trabajadores de la tierra que tienen en sus fincas unos castillos de madera para vivir y una familia que mantener, casi siempre numerosa.
En ellos quedan recuerdos, su memoria se llena de imágenes que no olvidan, que guardan como algo sagrado porque los lleva siempre allá: a otros tiempos. Ellos cuentan su territorio, en sus gestos y palabras está presente la violencia vivida, los temores, las dificultades y el llanto que les produjeron: pero no solo eso, también hay historias felices en medio de los obstáculos.
Ahí, en el recordar, aparecen esos rostros familiares, sus comportamientos y lo que fue compartir una vida con ellos, antes de que partieran de sus vidas o de los ojos del mundo. A pesar del miedo existente en algunos de ellos y de no querer hablar sobre el tema, algunos campesinos terminan cediendo y cuentan sus vivencias.
Se presentan entonces tres historias de vida de aquellos que, en distintas zonas del municipio de El Carmen de Viboral, padecieron en las puertas de su casa la llegada de esa máscara oscura que fue la guerra, arrebatándoles sus seres queridos, su tranquilidad y sus vidas en la montaña. Estos relatos son el resultado de visitas de campo, observación y entrevistas en tres zonas rurales de esta localidad del Oriente Antioqueño (realizadas durante el primer semestre del 2011).
La primera de ellas surge a partir de las desapariciones forzadas que se dieron en la vereda La Esperanza y que afectaron la tranquilidad del caserío. De allí se llevaron 17 personas durante los meses de junio, julio y diciembre de 1996. Esta historia se cuenta desde la voz de Flor, una mujer campesina que perdió a su esposo, hermanos y primos. Ahora ella se llena de fuerza para contar sus vivencias, para hablar del dolor de su familia y las tragedias de sus vecinos.
La segunda historia sucedió en el corregimiento La Chapa, esta vez cerca de la zona urbana del municipio. La historia que se narra obedece a la situación difícil que vivieron los Gallego Muñoz, una familia campesina que se vio fragmentada por culpa de hombres armados que tocaron a sus puertas y olvidaron el respeto a la vida.
La tercera y última historia, se cuenta desde la vereda El Porvenir, oculta en las profundidades de las montañas en el sur del municipio, tierra lejana y de difícil acceso, donde el viaje en mula es necesario para recorrer sus senderos. Allí se narran los sucesos de varios habitantes que fueron afectados por la presencia armada, para algunos de ellos llegó el desplazamiento, en otros se vio la resistencia en su vereda. Ambas condiciones generaron dolor y pérdidas, de las que hoy intentan recuperarse.
De esta manera, se ilustra el contexto de violencia en el municipio, la situación de algunos personajes víctimas, donde no solo cobran valor narrativo las experiencias fuertes y desgarradoras en sus tierras, también hay un interés en resaltar su cotidianidad en diferentes periodos y las transformaciones que sufrieron sus vidas, sus sueños, los referentes de la tierra que habitaron o habitan y su cultura. Además, se presentan algunas imágenes fotográficas, al final de cada historia, donde se revelan personajes y situaciones de la vida cotidiana.
Con estos testimonios, se visibiliza a estos sujetos que sufrieron la violencia de manera cercana, pero no solo desde las tragedias, sino desde las cosas importantes que pasaron y pasan en sus vidas, ahí radica el valor de estos productos periodísticos y del trabajo narrativo que hay en ellos. Allá, en esos territorios, resaltan los recuerdos guardados en la memoria de sus habitantes, recuerdos de otros días. Estos escenarios veredales cobran vida ayudados de las voces de quienes los han habitado, ellos no solo hablan de un pasado violento, hay otro pasado, otro presente y un anhelo de futuro, mucho más feliz.

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html

1. Doña Flor

He contado muchas veces mi historia, que es la misma de mi familia, y también la de mis vecinos en La Esperanza. Me resisto a quedarme callada porque si quedé viva fue precisamente para hablar y exigir justicia.

Antes de que nos tocara el conflicto armado de esa manera tan cruda, vivíamos alrededor de 130 familias (la mayoría numerosas), labradoras de la tierra y dedicadas al cuidado de los animalitos que teníamos. Familias pobres en muchos casos, esperanzadas en poder vender en Cocorná o El Santuario el bultico de café, la panela o los plátanos de nuestra tierra cálida.
Nosotros vivíamos de la Autopista hacia arriba, en esa montaña por donde desciende el Rio Cocorná, que separa el cerro El Picacho y nuestro monte, que pertenece a El Carmen de Viboral. Ahora es fácil llegar a este municipio por la Autopista, pero antes lo hacíamos por el camino de la Macana, que sale de La Esperanza entre montañas y llega a Boquerón, luego pasa por La Chapa, sigue por Campo Alegre y termina en la plaza principal del pueblo.
Mi papá, José Eliseo se llamaba, era aserrador, pero también sembraba maíz, café, yuca, plátano y fríjol cuando alguien le arrendaba lotes porque él no tenía tierra propia para cultivar. Casi todo era para el consumo familiar. Con él, hacíamos viajes cada ocho días al pueblo por el camino de la Macana que nos tomaba siete horas de ida, cruzábamos desde los seis y siete años ese trayecto montañoso y desolado a pie limpio, cada uno con un par de tablas al hombro, que mi papá vendía durante el fin de semana; luego compraba el mercado y regresábamos a la finquita.
María Engracia se llamaba mi madre, ella ya murió. Dio a luz a nueve hijos, pero cuatro murieron porque nacieron muy enfermitos; entonces quedamos cinco hijos: Aurora, María de los Ángeles, Octavio, Juan Carlos y yo. Mi papá era partero, fue él quien le atendió los nueve partos a mi mamá allá mismo donde vivíamos. Fuimos nacidos y criados en La Esperanza, nosotros y muchos de los vecinos que hoy en día están desaparecidos.
Mi mamá nos decía que la finca donde vivíamos era donde ella se había criado. Recuerdo que la casa era de tapia, pequeña, y quedaba en un planito en la parte alta de la montaña, a todo el frente de ese cerro puntudo de Cocorná: El Picacho. Ese era el paisaje que veíamos al levantarnos desde muy niños y supongo que era lo que me rodeaba desde que mi mamá me sacaba a asolear recién nacida, en 1965.
Nosotros rezábamos el rosario mañana y noche, mis papás eran muy creyentes y eso nos dejaron como herencia; también leíamos algunos libros, muchos de ellos sobre las Sagradas Escrituras. Nos gustaba mucho sentarnos en la tarima del corredor de la casa a mirar para abajo porque el paisaje era muy bonito y a conversar de lo que aprendíamos en la escuela; en ese mismo corredor preparábamos los cantos navideños y nos aprendíamos muchos villancicos para formar buenos coros en las novenas de aguinaldo.
Recuerdo también que para pasar el tiempo libre, disfrutábamos mucho haciendo coplas o adivinanzas ¡Ay, gozábamos mucho con eso y dejábamos a más de uno pensando! Un truco con el que casi no podían era el del tigre, la vaca y la hierba, debían descifrar cómo pasarlos de un lado a otro del puente, de a uno porque el puente no resistía mucho peso, pero si el tigre se quedaba solo con la vaca se la comía y si la vaca se quedaba sola con la hierba se la comía; era complicadito pero con eso nos entreteníamos pensando un rato.
Así se nos iban los días, yo repetí tres veces tercero porque en la escuela La Esperanza solo había hasta ese grado de primaria, y como los papás y la maestra nos veían tan chiquitos, nos dejaban repitiendo años antes de ponernos a trabajar del todo en la casa.
Respecto a hombres armados, recuerdo que estando muy pequeñita, más o menos de ocho años de edad, yo escuchaba que hablaban de “los pájaros”, de los “sinsontes”, pero no sentíamos mucho temor, porque eran como tres o cuatro personas de esas que decían que se veían por esos lados. Lo que sí es cierto es que extorsionaban y cuando llegaban los policías se daban bala, pero no se dejaban coger. Eso era como magia, cuando los tenían en una encrucijada dizque iban por ellos y lo que encontraban eran racimos de plátano o algún animal.
Yo escuché alguna vez que estaban en un enfrentamiento con un chusmero en El Picacho y que desde allá llegaban balas y balas para los policías, pero que de un momento a otro lo que vieron fue un humeral impresionante y encontraron un racimo de plátanos bien maduro, los policías se comieron esos plátanos y lo que se resultaron comiendo fue la camisa del tipo; eso era lo que se decía.
Un día que íbamos para la casa de una tía, mi mamá nos señaló una piedra grande a un lado del río y nos dijo que ahí se escondía un chusmero que, luego de mucho intentar, habían logrado matar con bala bendita. Arturo, así se llamaba el tipo, estaba debajo de esa piedra mientras tomaba aguardiente. Muchos policías se subieron a los árboles y empezaron a encandelillarlo con linternas de lado a lado, le dispararon y luego de muchas balas lo vieron caer, dicen que gritaba muchas cosas malísimas. Yo lo que encontré, a los nueve años más o menos, fue el relato de lo que había sucedido y el calvario de Arturo cerca al puente colgante.
Eso era lo máximo que se veía, según contaba mi madre, porque yo estaba muy niña. No se escuchaba nada de tropas ni temor en la gente.
La Esperanza, desde que tengo uso de razón y hasta que estuve jovencita, fue una tierra de mucha tranquilidad, nadie tenía miedo de nada y no veíamos situaciones raras en los senderos que recorríamos, y eran bastante largos. Para ir a estudiar, por ejemplo, a mis hermanos y a mí nos tocaba caminar hora y media, brincar un par de charcos y pasar uno de los riachuelos por un puente sin pasamanos y hecho con dos troncos de madera, ese era el peligro, nada más. A la media hora de haber caminado, nos encontrábamos con los primeros vecinos que eran los hijos de los Castaño.
Yo me casé el 22 de julio de 1989 con Hernando Castaño, un mono de ojos claros de una de las familias más acomodadas de La Esperanza; ellos vivían muy cerca de la casa de mis padres. Hernando no quiso construir casa en la tierra del papá, entonces compró un terreno pequeño en la parte baja de la montaña (cerca al Rio Cocorná), construyó la casita, nos casamos y para allá nos fuimos. Él empezó a sembrar café, plátano… como los demás campesinos.
Luego empezaron a llegar nuestros hijos: primero nació Claudia, luego vino Wilder (el mono), más adelante Juan Diego, Celeni y Jazmín Lorena, quien fue la única a la que no conoció su padre, a él se lo llevaron cuando yo tenía dos meses y medio de embarazo de la niña. El matrimonio me duró 7 años, fue más largo el noviazgo que duró casi 11 años.

1.1 El conflicto en la zona…
Nosotros empezamos a escuchar comentarios malucos en los años ochenta, decían que había guerrilla, pero no veíamos nada. Aunque a decir verdad, desde hace más de treinta años para acá, con la Autopista inaugurada, se empezaron a presentar robos en las fincas más cercanas a la carretera, quienes tenían ganado lo perdieron en una noche cualquiera, cuando llegaba gente extraña en carros de carga y se alzaban algunos animales. Al amanecer ya no había nada que hacer, solo potreros desocupados.
No era gente de La Esperanza, en esa época nadie tenía carrito por allá, ahora sí hay como dos o tres vecinos con carro pero nada más, de resto lo que uno ve son motos y bicicletas. Nosotros empezamos a sentir susto, eso se veía en los rostros de casi todos los del corregimiento.
También recuerdo que en esos años aparecieron personas muertas por toda la Autopista, pero no eran vecinos nuestros, lo que se decía era que tenían algo que ver con el narcotráfico. Cuando yo estaba recién casada veía bajar por la Autopista caravanas de hasta veinte carros y todos del mismo color, recuerdo una caravana de carros negros, ahí llevaban canoas quién sabe para dónde, también una vez iban como veinte o treinta motos de color rojo.
Por los comentarios que corrían entre los campesinos, se decía que eran narcotraficantes, pero igual ellos nunca paraban en La Esperanza, solo pasaban por allí. El mayor peligro era para quienes vivían a los lados de la Autopista, de pronto con niños pequeños y esas caravanas a toda velocidad, casi volaban por el aire de lo rápido que pasaban, más que todo daba miedo el riesgo de algún accidente.
La situación se empezó a poner dura y fue aumentando el daño contra nosotros, pero la vida se conservaba y no recuerdo casos de La Esperanza donde hayan matado a alguien por robarle en esa época. Sí se veía cada vez más descomposición, iba aumentando con los días y veíamos más forasteros por el corregimiento, no estaban armados o al menos no parecía, pero ya se quedaban por ahí o se adentraban en las montañas; eso fue a puertas de la década de los noventas.
Después de que tuve la niña mayor (en 1991) ahí sí me tocó ver enfrentamientos, porque ya entró el Ejército a combatir a las guerrillas que estaban en este territorio. Para nosotros eso fue muy extraño porque no estábamos acostumbrados a ver gente armada, las únicas armas que veíamos desde pequeños eran los machetes de los campesinos que nos encontrábamos por los caminos, cuando íbamos rumbo a la escuela, ellos iban a desherbar sus cultivos o por hierba para su ganado.
Con gente armada y uniformada en La Esperanza empezó el susto de los campesinos, la desconfianza de ver a los unos y a los otros, y los bombardeos. En el año 92 mi papá tenía un potrero de utilidades en La Florida, esa tierra era muy grande, porque a mi papá, para llegar hasta donde tenía los cuatro animalitos, le tocaba caminar más de dos horas para adentro y a buen paso de campesino.
Por esos días hubo un enfrentamiento en esas tierras, por allá no habitaba nadie porque era muy pendiente y era mejor tener potreros que vivienda. Cuando mi papá fue a salar los animalitos los encontró muertos y con huecos de bala por todas partes. Nos dijo mi papá que a uno de los terneros le contó 150 balas, yo creo que mi papá exageró para decirnos que eran muchas, se veía que el ternero estaba en la parte de arriba del potrero porque quedaron marcados los resbaladeros por los que fue bajando el animalito entre la maleza.
Ya nos entró mucho miedo, no queríamos cuidar animales y nos daba pánico cuando mi papá se demoraba en llegar, nosotros creíamos que lo habían agarrado. Él, en ese trayecto, nunca se llegó a encontrar a ningún armado, menos mal porque con cualquiera de ellos hubiera corrido riesgo.
Por esa época ya se veían hombres armados por todo lado y uno no sabía quiénes eran, a quiénes creerle, cuál era el soldado, cuál el guerrillero; todos armados y uniformados y si uno no se arrimaba a verles el distintivo, no se sabía. La gente de estos lados fue sintiendo cada vez más miedo y ya uno escuchaba de asesinatos o muertos en combate.
Lo más doloroso de todo fue que el Ejército empezó a desconfiar del campesino, lo interrogaba, lo señalaba (pareciera que el del conflicto armado es uno que está en el campo); si en la Autopista quemaban carros, así fuera por Guarne o llegando a Doradal, el ambiente se ponía pesado en La Esperanza. Una sola vez quemaron un bus en el corregimiento (no recuerdo en qué año), obviamente hombres armados, nosotros no teníamos nada que ver con eso.
Muchas veces íbamos campesinos para El Santuario, Medellín o Rionegro y los carros parados porque había un enfrentamiento, o iba uno para Cocorná y había retén del Ejército, los soldados nos decían que estaban dando bala en el municipio.
Cuando menos pensábamos, uno venía de algún lado y quedaba por ahí atrapado en la Autopista, las balas se sentían cerca y nos llenaba de miedo ver esos tanques de guerra que llevaban allá y que utilizaban sin misericordia cuando había enfrentamientos. La Contraguerrilla prendía esos tanques y daba bala por donde fuera, no les importaba donde caían.
Fue muy duro porque no solamente era la guerrilla la que tiraba morteros y granadas, el Ejército también lo hacía. Hay historias de muchos vecinos que detrás de la casa les explotaron granadas, uno ni sabe cómo están vivos, eran del Ejército porque eran granadas que subían y ellos estaban en el corredor de la Autopista, las partes altas de las montañas eran de los demás.
Fueron muchas las casas con huecos, con balas que venían desde abajo. Recuerdo que a un niño de doce años, Juan Crisóstomo, una bala le atravesó la pantorrilla y lo hirió, a él se lo llevaron quince días después de ese acontecimiento, es decir, él hace parte de la lista de desaparecidos de La Esperanza en 1996.

1.2 Los que se fueron
En 1992, yo recuerdo que hubo una masacre miedosa en La Esperanza, mataron a Samuel Castaño, un primo hermano de mi esposo, y a Lucelly, la cuñada de él. Ese día hubo cinco muertos en el corregimiento, por todos ellos fueron hasta sus casas y les tocaron la puerta, cuando salieron les dispararon. Con respecto a Samuel, dicen que por esos días había denunciado a la guerrilla, entonces fue por eso que lo mataron, Lucelly murió por defender a Samuel.
En el año 93 yo estaba viviendo con mi esposo, dos hijos y el tercer embarazo en la vereda La Tolda (municipio de San Francisco), en una finca de panela donde debíamos atender cerca de quince trabajadores, allá se molía muchísimo, a veces eran hasta 32 horas de molienda derecho; de esa finca se sacaba muchísima panela. Fue allá donde recibimos la noticia de otra masacre en La Esperanza, habían asesinado a Ignacio Gallego, un tío mío, junto a su esposa Oliva Quintero y Nohemí, una de sus hijas. Amanda Gallego, hija de Ignacio y Oliva, quedó viva de milagro, ella tiene cicatrices de machetazos y balas por todo el cuerpo, además de una prótesis en su rostro. De mi tío quedaron otros hijos menores y de Nohemí Gallego quedaron cinco niños pequeñitos (la menor tenía cinco meses de nacida).
La gente andaba con mucho miedo en La Esperanza, había gente que se iba yendo, pero muchos se quedaban porque decían que nada tenían que ver con el conflicto. En el año 94 sacaron de su casa a los Múnera, uno de ellos es el esposo de mi cuñada, se llama Darío, a él se lo llevaron junto a su hermano, Diego Múnera y su papá, Guillermo Múnera, un día cualquiera a las cuatro de la tarde. Ellos tenían un estadero sobre la Autopista y los paramilitares que se los llevaron decían que ellos mantenían guerrilla allá.
Darío Múnera logró escaparse y llegó al otro día, él nos contó que los habían hecho caminar hasta Granada y que en la madrugada había como 14 hombres en fila con las manos amarradas, los hacían avanzar y a los diez pasos les disparaban y los arrojaban a un abismo. Darío no sabe cómo se escapó, él dice que llevaba contados unos pasos cuando notó que quien lo vigilaba se volteó y entonces él brincó para un lado y corrió hacia abajo en medio de la balacera. Luego de mucho correr salió a una estación, lo protegieron, dio información de lo sucedido para que buscaran a los demás, sin tener claro el lugar exacto del ajusticiamiento. Al cuarto día del suceso agarró sus maletas y se fue con su familia para Bogotá. Ahí quedó esa historia, al pobre no le dio tiempo de ir al entierro de su papá y su hermano.
También por esos días hubo mucha tortura del Ejército, nos detenían constantemente y hubo restricción de comida, acabaron las tiendas que eran de campo hacia adentro, solo dejaron las que eran sobre la Autopista y no podían estar muy surtidas. Todo se volvió muy duro porque si manteníamos trabajadores no había comida para ellos, conseguirla era muy complicado.
Si en casa éramos cinco personas y uno llevaba cinco libras de arroz para la semana se las dejaban pasar, pero no se podían llevar más, a nosotros no nos alcanzaba, porque en el campo se come arroz al desayuno, al almuerzo y a la comida. Si se llevaban cuatro barritas de jabón para la ropa sucia de la semana, los soldados nos dejaban pasar solo una, ellos se quedaban con las demás.
Cuando uno llegaba al Ramal, que es una de las salidas de Cocorná a la Autopista, el Ejército nos hacía bajar todo el mercado y lo revisaba, al que llevaba una porción más se la quitaban, no se podían comprar pacas de arroz o panela, que es a lo que uno está acostumbrado. Realmente no nos dejaban pasar ni la comida con la que nos alimentábamos bien, porque pensaban que era para la guerrilla.
La guerrilla también tenía a la población como objetivo militar, porque decían que estábamos con el Ejército y que llevábamos información. Era muy complicado manejar esa situación, si por alguna zona cercana pasaba un soldado teníamos problemas con la guerrilla y si pasaba un guerrillero había problemas con el Ejército. Uno como campesino queda atrapado en medio de todos los armados.
Para alimentarnos bien, nosotros recurríamos aún más a lo que producíamos en el campo, a la siembra que teníamos para vender, pero con esto también hubo problemas.
Mi esposo y yo íbamos una vez con seis bultos de café para vender en Cocorná y un soldado se acercó, nos saludó normal y en seguida nos preguntó de dónde era el café, nosotros le mostramos la finca de cultivo, pero después le dijo a mi esposo que él no era ningún campesino, que todos en La Esperanza éramos guerrilleros, que pasábamos bajando cafecito o cajitas de tomate. Mi esposo se enojó mucho y le gritó al soldado: “¿quién le dijo a usted que esos hijuenosecuantas que cargan un fusil como lo carga usted trabajan el campo? ¿Usted cree que para trabajar estos seis bultos de café que tengo aquí, se empacaron solitos desde el árbol y ese árbol los dio solito? Esto no nació de la nada, esto nació fue trabajando”.
El Ejército quitó varias veces a los campesinos los productos que llevaban a vender; quitaron cajas de plátano, tomate, pepino, que por allá se sembraba mucho, ya no tanto, porque de tantas desapariciones y muertes en La Esperanza, la tierra se volvió estéril.
Yo recuerdo que por allá en los años 93 y 94 uno escuchaba por radio de secuestros en toda la Autopista, no en La Esperanza, pero uno pensaba cómo sería de duro, cómo sufriría la familia… Todo lo que se veía y escuchaba daba mucho temor, uno ya no dormía tranquilo, llegaba la noche y era ese desasosiego.
En el día nadie podía estacionarse en la Autopista, si uno iba a bajar a Cocorná a mercar tenía que estar medio escondido, asomar cuando bajara el carro y gritar para que parara. Si nos encontrábamos algún armado en el camino era el interrogatorio más horrible: quién es, para dónde va, dónde vive, porqué está por acá.
Entre el 94 y 97 se crearon las Convivir y acá llegaron en el 96, pero ya era paramilitarismo como tal; fue muy duro porque para ellos, todos éramos guerrilleros por estar en La Esperanza. Todos los campesinos comentábamos que aquí quienes íbamos a morir éramos nosotros.
Antes del año 96 empezaron a asesinar los montallantas de la Autopista, desde Guarne hasta abajo. En La Esperanza había un montallantas, Jaime Cardona, y también lo asesinaron; eso fue sembrando un pánico impresionante, además de las amenazas y el señalamiento del Ejército.
Por esos días hubo un enfrentamiento, yo recuerdo que mi esposo estaba cogiendo café con los trabajadores y se prendió una balacera miedosa, los cafetales quedaban de la casa para arriba y el bajó sudando y diciéndome “mija, yo tenía el balde lleno de café y véalo, vacío”. Los granos de café se regaron mientras ellos corrían para protegerse de las balas.
El 21 de junio de 1996 se dieron las primeras desapariciones de lo que sería una larga lista. Se llevaron a Aníbal Castaño y Óscar Hemel Zuluaga, quien estaba viviendo en un pueblo de la Costa Caribe, pero había venido por una empleada doméstica para que se fuera a trabajar allá. A la esposa de Aníbal le dijeron que los volvían a regresar, lo más triste es que ella quedó como de veinte días de embarazo, y con un niñito de menos de dos años.
Al otro día regresaron los armados a las seis de la mañana, se llevaron otras personas más, entre ellos el muchachito que tenía como 12 años, el que había sido herido en la pantorrilla por una bala del Ejército en un enfrentamiento, Juan Crisóstomo Cardona se llamaba, y también se llevaron a su hermano, Miguel Ancizar. Nos dimos cuenta que los sacaron del rincón de la cama de la mamá. También se llevaron otro muchacho que había entrado ese día, decían que se llamaba Diego, él era un caminante que había pedido posada en la casa Diocelina, una vecina.
En otra finca, a un ladito de la carretera, vivía una pareja de Urabá que había llegado hacía 20 días más o menos, ellos tenían un bebé, a la señora le arrebataron el niño de los brazos, un niño de mes y medio de nacido, y se la llevaron también.
Yo recuerdo que el señor que me contó lo de la pareja de Urabá, me dijo que a él le tocó ver cómo le arrebataron el niño a la señora, lo cogieron de una piernita y lo tiraron a una jardinera. La señora gritaba “mi bebé, mi niño”, esa señora casi se reventaba suplicándoles a ellos que le recogieran el niño, que no se lo dejaran tirado allá. Entonces lo cogieron de una mano y una pierna y se lo entregaron a Miguel Alpidio Quintero, un vecino que tenía unos 70 años en ese entonces; él fue quien me contó el suceso. Cogieron el niño, se lo entregaron y lo amenazaron con el arma diciéndole que lo cuidara que ellos volvían por él. Ellos se fueron con la mamá del niño y al papá, Freddy, ya se lo habían llevado, de ellos decían que eran guerrilleros pertenecientes al EPL, pero nosotros nunca vimos comportamientos extraños de ellos, no nos consta que fuese cierto.
El niño rodó por más de seis familias en La Esperanza, ahora algunas no quieren reconocerlo porque les da miedo. En casa de Miguel Alpidio duró hasta el medio día, él se lo entregó a una nuera y abandonó el corregimiento; al otro día, la nuera se lo entregó a una señora que vivía sobre la Autopista, ella lo tuvo un rato y luego se lo dejó al suegro de mi hermano Octavio; después, él se lo entregó a una señora que vivía arriba de la carretera y ahí amaneció el niño. Al otro día, ella tenía que salir para El Santuario y me lo entregó para que lo cuidara, yo me negué, pero me puse a pensar en mis hijos donde quedaran solos y nadie los quisiera recibir. Además, el niño estaba muy enfermito, entonces yo lo recibí y lo protegí. Entre las prendas y la leche que me entregaron con el niño, había un carné del hospital de Chigorodó con su nombre: Andrés Suárez Cordero.
El 26 de junio el Ejército se tomó la casa de mi papá. Fue un miércoles en la madrugada, allá vivía mi papá, mi mamá y mi hermano Juan Carlos, pero para ellos la casa estaba llena de guerrilla. Entraron a la finca y empezaron a disparar hacia la vivienda por todos lados, a todos los rincones de la casa, bajito, a la altura de las camas, de las hamacas, el zarzo…
Mi hermano gritaba “auxilio, somos una familia, no nos disparen”. La casa era de bareque y la volvieron nada: las puertas cayeron al piso, las balas hicieron huecos en las paredes y el polvo de todo el bareque estaba ahogando a mi mamá; mi papá y mi hermano tuvieron que tirarse en un rinconcito a ventearle con una tapa de olla para que pudiera respirar. A mi papá le pasó una bala por encima del hombro; ellos no saben cómo se salvaron.
También tiraron granadas, porque en el chifonier y donde estaban las vigas de madera quedaron esquirlas de ese explosivo. Yo todavía tengo prendas de mi hermano que estaban guardadas en el chifonier, una camisa de él cuando era promotor de salud que tiene huecos de las balas, al igual que la camisa del grupo scout. Además, tengo una cobija con huecos de las balas y una Sagrada Biblia, que era de mi hermano cuando él estaba estudiando en el seminario.
Después de que terminaron de disparar, mi hermano salió temeroso y vio que era el Ejército, inmediatamente se enojó y les gritó pidiéndoles explicación de por qué habían atentado contra una familia cuándo ellos eran los llamados a proteger la comunidad; los soldados lo que hicieron fue pegarle un culatazo en la cara y obviamente Juan Carlos cayó al piso.
El Ejército tuvo el descaro de quedarse hasta las cuatro de la tarde, armaron carpas por todos lados, porque eran más de 50 soldados. Ese día subió mi esposo con mi hijastro a trabajar porque tenían un contrato de un potrero, subió mi hermano Octavio con la esposa y las tres niñas, ese día subió también un señor que se llamaba Alfredo y otro señor Berto Gallego que fue a darle vuelta a una finca de ganado. A todos los detuvieron. Mi esposo llevaba el almuerzo que yo le había empacado y le dijeron que ese almuerzo no era para él, que no fuera mentiroso y dijera que era para dárselo a la guerrilla. Imagínese, la porción personal para trabajar y supuestamente era para la guerrilla; para ellos todo era guerrilla, no más.
Ese día, mientras les amontonaban los números de cédula, a mi esposo le dijeron que le pidiéramos tierra al Estado porque todo lo iban a bombardear. Mi hermano Octavio discutió con ellos de lo que habían hecho en la casa de mi papá y uno de ellos le dijo: “denle gracias a dios que no los matamos, y a usted lo llevamos aquí en la mira”.
A Florilda, la esposa de mi hermano Octavio, la pensaban detener porque subió con botas pantaneras y por eso, supuestamente, era una guerrillera; donde vivía mi hermano habían como tres cafetales y el resto era puro rastrojo, obviamente se emparamaba mucho a esa hora de la mañana y por eso subió en botas. Ahí fue cuando se vio el valor de nuestra mamá, quien fue a decirles a los soldados que era la nuera, que mirara a las hijas, que mirara cuál era la casa; al final no se la llevaron.
Ese mismo día por la mañana, me contaba mi hermano, mis papas y algunos de los que habían subido a la finca, los soldados los hicieron entrar a la casa y los encerraron, o más bien colocaron las puertas, porque igual ya estaban caídas del atentado que habían hecho durante la madrugada. Entonces por los huecos que dejaron las balas en el bareque, ellos vieron cuando a una prima mía, María Irene, le quitaron la ropa, le pusieron camuflado y un bolso y se la llevaron; de ella no volvimos a saber nada.
El domingo 7 de julio estaba mi hermano Juan Carlos enseñando catequesis, ese día también había hecho una reunión en la Capilla la Santa Cruz para mejoramiento de vivienda, cuando iba sobre la Autopista aparecieron hombres armados en unas camionetas y se lo llevaron junto con Jaime Mejía, el chancero de la zona, y Javier Giraldo, quien se resistió a los armados y se hizo asesinar llegando a la vereda San Vicente, donde encontraron el cuerpo. Dicen que se llevaron otro señor, que trabajaba para una empresa que se llamaba Pavicor y que tenía un contrato en la Autopista haciendo obras de mantenimiento, pero nadie denunció su desaparición, ese fue un suceso que se quedó en la impunidad.
Mi esposo fue el lunes a Cocorná a denunciar la desaparición de mi hermano en la Personería, habló también con el sacerdote José Olimpo, quien era el párroco de Cocorná. Cuando mi esposo llegó me dijo: “mija, yo no sé qué haría usted si quedara sola, con todos esos niños y mire lo que está pasando, si se llevaron a su hermano que era tan bueno con todo el mundo…”.
Al otro día se llevaron a mi esposo. Ese día aparecieron en el corredor de mi casa cinco tipos armados preguntando por el recién nacido que habían abandonado, el bebé estaba en una hamaca, mientras mis hijos pequeños le jugaban. Yo les dije “sí, Andresito está aquí”, obviamente se enojaron mucho y empezaron a hacerme preguntas, yo les argumenté que no era delito cuidar un niño que no tenía la protección del papá, la mamá o de algún familiar.
Ellos dijeron que nosotros éramos guerrilleros y a mí se me subió un calor impresionante por ser tratados de esa forma. En medio de toda esa situación, no solo se siente miedo, ese miedo también ayuda a resistir, a ser fuerte, a mí me dio valor y entre lágrimas y nudos en la garganta, les dije que si pensaban que éramos guerrilleros nos mataran de una vez porque a eso habían venido.
Después me dijeron que se iban a llevar al niño, pero no respondieron cuando les pregunté para dónde, entonces yo entré a la casa y le estaba cambiando el pañal a Andresito, mientras dos hombres me apuntaban con sus armas, uno detrás de mí y otro al frente, desde la ventana. En esas entró mi esposo y me dijo “mija, que yo me tengo que ir con ellos”, eso fue muy duro para mí, terrible, yo inmediatamente salí y les dije que no se podían llevar a mi esposo, que yo tenía cuatro hijos y que estaba en embarazo, pero a ellos no les valió mis súplicas. Yo les dije que hacía dos días se me habían llevado a mi hermano que era promotor de salud, y me respondieron “demás que él era cómplice de la guerrilla…”.
Seguí discutiendo con los armados del ataque a la casa de mi papá mientras ellos requisaban toda la casa. Me dijeron que a ellos lo que les daba rabia es que hacía ocho días que había habido un enfrentamiento y “nos hirieron un soldado en el puente y nadie fue a avisar ni a decir nada”, cuando ellos dijeron eso yo inmediatamente me dije “aquí no sólo hay paramilitares, aquí hay soldados”, porque además algunos tenían motilado de militar; yo pensé, “estos son soldados y se identificaron solitos”.
Mucha discusión, súplicas y llanto durante ese momento, pero no valió de nada. Mi esposo tuvo que soltar a Celeni de sus brazos y despedirse de mí, él ni podía despedirse y yo tampoco por el llanto en el que estaba, además de ver a mi niño llorando, pegado de las rodillas del papá y diciéndole que se lo llevara; ellos cogieron al niño, a mi mono y lo tiraron diciendo “este chino no va” y ya mi esposo me dijo, mirándome a los ojos y con un esfuerzo indudable “Hasta luego mija, cuídese mucho” y yo, atacada por el llanto, le dije “que la virgen lo acompañe, que me le vaya bien”. Él salió rodeado de los cinco armados, llevando a Andresito entre sus brazos y se fue alejando, poco a poco, de nuestra casita.
Ellos me dijeron que mi esposo ya volvía y nunca volvió, al rato se largó una granizada horrible, dicen los vecinos que en medio de la lluvia todavía no habían bajado a la Autopista y cuando llegaron, le quitaron el niño y lo amarraron. En esas bajaba otro muchacho de trabajar, Orlando Castaño, y también se lo llevaron; más abajito estaba mi hermano Octavio esperando carro y también lo cogieron y se lo llevaron.
Yo denuncié las desapariciones en la Personería de Cocorná, al mismo tiempo que tomaba las riendas de la finca para poder sostener a mis niños. Fue muy duro hacerles entender a mis hijos, todos menores de 6 años, que su papá no estaba. Al principio no dejaban que yo les cepillara los dientes, era el papá el que los acompañaba siempre al lavadero y les enseñaba oraciones antes de irnos a la cama, casi no logro hacerles entender que el papá ya no estaba, que hombres armados se lo había llevado.
A finales de ese año, el 27 de diciembre, se llevaron otros dos campesinos de la zona: Andrés Gallego y Leónidas Cardona, un lavador de carros de La Esperanza. En ese año perdí a mi esposo, mis dos hermanos, además de algunos primos cercanos y vecinos muy estimados, a los diez y seis meses de la desaparición de mis hermanos, mi papá murió de pena moral. En la Esperanza hicimos marchas, manifestaciones y eucaristías con las familias de los desaparecidos durante ese tiempo, mientras pedíamos respuestas de nuestros seres queridos, dónde están, cómo, porqué… Nos enteramos que el paramilitar Ramón Isaza, comandante de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, hablaba de su responsabilidad, o la de su hijo, en estas desapariciones, pero no se daban detalles, solo que estaban muertos.
Después de denunciar ante la Fiscalía General de la Nación las desapariciones de La Esperanza, empezaron las persecuciones, las amenazas, los desplazamientos. El 6 de marzo del 2000 nos desplazaron por primera vez. Cémida, una vecina que vive sobre la Autopista, estaba descansando en el corredor de su casa cuando bajaron en una moto tirando papeles sobre la vía, ella y su familia no le dieron importancia, cuando en esas desde más abajito gritaron los de la moto “es en serio, recójanlos”. En el papel decía que teníamos 24 horas para desocupar La Esperanza.
La mayoría de mis vecinos de La Esperanza se fueron para El Santuario y allá estuvieron en albergues, otros se fueron para El Carmen de Viboral, nosotros nos fuimos para Cocorná, para la casa donde vivía mi hermana María de los Ángeles con su esposo e hijos. La casa era muy pequeña y nos tuvimos que acomodar cuatro familias, incluyendo la familia de mi hermana Aurora y una familiar del esposo de María de los Ángeles.
La situación fue muy dura, porque cada 15 días nos daban una bolsita de mercado a cada familia, pero eso no era suficiente, todo era en cantidades muy pequeñas, aceite, chocolate, panela, unas libritas de arroz, 2 libras de lentejas o alverjas y un kilo de bienestarina. Durante ese tiempo, yo le ayudaba a mi hermana en la máquina de coser, ahí por los laditos. Otros ratos los aprovechaba para sacar a los niños a jugar en una casa que estaban construyendo cerca, para que allá corrieran, cantaran, hablaran duro y se sintieran libres, como en el campo; fue muy complicado mantenerlos quietos cuando estábamos en casa de mi hermana, porque estaban muy pequeñitos, y eso empezó a generarme problemas con mi cuñado.
En julio nos volvieron a dar retorno y empezamos a llegar las familias durante todo el mes, pero no nos duró ni dos meses la dicha, porque el 28 de agosto tocaron puertas unos encapuchados que no se identificaron y nos dijeron que teníamos que salir. Cuando ellos llegaron a mi casa yo me sentía protegida porque siempre ponía el rosario en Radio Católica Mundial y en esas estaba.
En ese desplazamiento regresé a Cocorná, con mi familia, que en ese entonces éramos ocho, incluyendo mis 5 hijos, mi mamá, el hijastro y yo, no queríamos volver allá, pero finalmente no teníamos a dónde más llegar. Para colaborar con los gastos de la casa yo vendí una manguera larga que tenía, unos alambres para cercar, el fogón y todo lo que pudiera generar entradas económicas; así nos mantuvimos en medio de muchas necesidades y con la sensación de “arrimados” que es bastante dura.
Cuando retorné en enero de 2001 a La Esperanza, ya empecé a sentirme amenazada. Un joven menor de edad, desconocido, llegó una vez a mi casa diciéndome que debía ir a unas reuniones que en realidad no habían. Recuerdo que una noche en La Esperanza iba caminando para la casa y me apuntaron con un arma preguntándome quién era, a los días iba por la Autopista y pasó un taxi que frenó en seco y se fue al paso mío, eso fue terrible. Luego, recibí un cartel escrito donde me decían que yo tenía cuentas pendientes con ellos y que tenía que ir a no sé qué vereda o si no yo ya sabía a qué me atenía; ahí mismo yo me puse a buscar casa para arrendar en El Carmen y pude pasarme el 18 de febrero, luego de llevarme varios sustos.
Allá, en La Esperanza, quedaron mis recuerdos de infancia, la finca, una buena cosecha de café… Por allá voy poco, asisto a talleres que nos dictan sobre ley de víctimas, identificación de personas y actos de memoria por nuestros desaparecidos, pero cuando voy salgo el mismo día. En el pueblo, a veces la situación es muy difícil, tratamos de sobrevivir sin recibirle un peso al Estado, porque antes de reparaciones económicas y subsidios, quiero la verdad, mis hijos también la piden.
De todas maneras, queda la esperanza de encontrar la verdad. No es suficiente con que Ramón Isaza haya dicho que tiraron sus cuerpos a los ríos más grandes de Colombia ¿A cuál exactamente? Queremos concluir el duelo en el que todavía seguimos. Nosotros vivimos con la incertidumbre de no saber si están vivos, pero con la mano en el corazón tampoco puedo asegurar que murieron.

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html