He contado muchas veces mi historia, que es la misma de mi familia, y también la de mis vecinos en La Esperanza. Me resisto a quedarme callada porque si quedé viva fue precisamente para hablar y exigir justicia.
Antes de que nos tocara el conflicto armado de esa manera tan cruda, vivíamos alrededor de 130 familias (la mayoría numerosas), labradoras de la tierra y dedicadas al cuidado de los animalitos que teníamos. Familias pobres en muchos casos, esperanzadas en poder vender en Cocorná o El Santuario el bultico de café, la panela o los plátanos de nuestra tierra cálida.
Nosotros vivíamos de la Autopista hacia arriba, en esa montaña por donde desciende el Rio Cocorná, que separa el cerro El Picacho y nuestro monte, que pertenece a El Carmen de Viboral. Ahora es fácil llegar a este municipio por la Autopista, pero antes lo hacíamos por el camino de la Macana, que sale de La Esperanza entre montañas y llega a Boquerón, luego pasa por La Chapa, sigue por Campo Alegre y termina en la plaza principal del pueblo.
Mi papá, José Eliseo se llamaba, era aserrador, pero también sembraba maíz, café, yuca, plátano y fríjol cuando alguien le arrendaba lotes porque él no tenía tierra propia para cultivar. Casi todo era para el consumo familiar. Con él, hacíamos viajes cada ocho días al pueblo por el camino de la Macana que nos tomaba siete horas de ida, cruzábamos desde los seis y siete años ese trayecto montañoso y desolado a pie limpio, cada uno con un par de tablas al hombro, que mi papá vendía durante el fin de semana; luego compraba el mercado y regresábamos a la finquita.
María Engracia se llamaba mi madre, ella ya murió. Dio a luz a nueve hijos, pero cuatro murieron porque nacieron muy enfermitos; entonces quedamos cinco hijos: Aurora, María de los Ángeles, Octavio, Juan Carlos y yo. Mi papá era partero, fue él quien le atendió los nueve partos a mi mamá allá mismo donde vivíamos. Fuimos nacidos y criados en La Esperanza, nosotros y muchos de los vecinos que hoy en día están desaparecidos.
Mi mamá nos decía que la finca donde vivíamos era donde ella se había criado. Recuerdo que la casa era de tapia, pequeña, y quedaba en un planito en la parte alta de la montaña, a todo el frente de ese cerro puntudo de Cocorná: El Picacho. Ese era el paisaje que veíamos al levantarnos desde muy niños y supongo que era lo que me rodeaba desde que mi mamá me sacaba a asolear recién nacida, en 1965.
Nosotros rezábamos el rosario mañana y noche, mis papás eran muy creyentes y eso nos dejaron como herencia; también leíamos algunos libros, muchos de ellos sobre las Sagradas Escrituras. Nos gustaba mucho sentarnos en la tarima del corredor de la casa a mirar para abajo porque el paisaje era muy bonito y a conversar de lo que aprendíamos en la escuela; en ese mismo corredor preparábamos los cantos navideños y nos aprendíamos muchos villancicos para formar buenos coros en las novenas de aguinaldo.
Recuerdo también que para pasar el tiempo libre, disfrutábamos mucho haciendo coplas o adivinanzas ¡Ay, gozábamos mucho con eso y dejábamos a más de uno pensando! Un truco con el que casi no podían era el del tigre, la vaca y la hierba, debían descifrar cómo pasarlos de un lado a otro del puente, de a uno porque el puente no resistía mucho peso, pero si el tigre se quedaba solo con la vaca se la comía y si la vaca se quedaba sola con la hierba se la comía; era complicadito pero con eso nos entreteníamos pensando un rato.
Así se nos iban los días, yo repetí tres veces tercero porque en la escuela La Esperanza solo había hasta ese grado de primaria, y como los papás y la maestra nos veían tan chiquitos, nos dejaban repitiendo años antes de ponernos a trabajar del todo en la casa.
Respecto a hombres armados, recuerdo que estando muy pequeñita, más o menos de ocho años de edad, yo escuchaba que hablaban de “los pájaros”, de los “sinsontes”, pero no sentíamos mucho temor, porque eran como tres o cuatro personas de esas que decían que se veían por esos lados. Lo que sí es cierto es que extorsionaban y cuando llegaban los policías se daban bala, pero no se dejaban coger. Eso era como magia, cuando los tenían en una encrucijada dizque iban por ellos y lo que encontraban eran racimos de plátano o algún animal.
Yo escuché alguna vez que estaban en un enfrentamiento con un chusmero en El Picacho y que desde allá llegaban balas y balas para los policías, pero que de un momento a otro lo que vieron fue un humeral impresionante y encontraron un racimo de plátanos bien maduro, los policías se comieron esos plátanos y lo que se resultaron comiendo fue la camisa del tipo; eso era lo que se decía.
Un día que íbamos para la casa de una tía, mi mamá nos señaló una piedra grande a un lado del río y nos dijo que ahí se escondía un chusmero que, luego de mucho intentar, habían logrado matar con bala bendita. Arturo, así se llamaba el tipo, estaba debajo de esa piedra mientras tomaba aguardiente. Muchos policías se subieron a los árboles y empezaron a encandelillarlo con linternas de lado a lado, le dispararon y luego de muchas balas lo vieron caer, dicen que gritaba muchas cosas malísimas. Yo lo que encontré, a los nueve años más o menos, fue el relato de lo que había sucedido y el calvario de Arturo cerca al puente colgante.
Eso era lo máximo que se veía, según contaba mi madre, porque yo estaba muy niña. No se escuchaba nada de tropas ni temor en la gente.
La Esperanza, desde que tengo uso de razón y hasta que estuve jovencita, fue una tierra de mucha tranquilidad, nadie tenía miedo de nada y no veíamos situaciones raras en los senderos que recorríamos, y eran bastante largos. Para ir a estudiar, por ejemplo, a mis hermanos y a mí nos tocaba caminar hora y media, brincar un par de charcos y pasar uno de los riachuelos por un puente sin pasamanos y hecho con dos troncos de madera, ese era el peligro, nada más. A la media hora de haber caminado, nos encontrábamos con los primeros vecinos que eran los hijos de los Castaño.
Yo me casé el 22 de julio de 1989 con Hernando Castaño, un mono de ojos claros de una de las familias más acomodadas de La Esperanza; ellos vivían muy cerca de la casa de mis padres. Hernando no quiso construir casa en la tierra del papá, entonces compró un terreno pequeño en la parte baja de la montaña (cerca al Rio Cocorná), construyó la casita, nos casamos y para allá nos fuimos. Él empezó a sembrar café, plátano… como los demás campesinos.
Luego empezaron a llegar nuestros hijos: primero nació Claudia, luego vino Wilder (el mono), más adelante Juan Diego, Celeni y Jazmín Lorena, quien fue la única a la que no conoció su padre, a él se lo llevaron cuando yo tenía dos meses y medio de embarazo de la niña. El matrimonio me duró 7 años, fue más largo el noviazgo que duró casi 11 años.
1.1 El conflicto en la zona…
Nosotros empezamos a escuchar comentarios malucos en los años ochenta, decían que había guerrilla, pero no veíamos nada. Aunque a decir verdad, desde hace más de treinta años para acá, con la Autopista inaugurada, se empezaron a presentar robos en las fincas más cercanas a la carretera, quienes tenían ganado lo perdieron en una noche cualquiera, cuando llegaba gente extraña en carros de carga y se alzaban algunos animales. Al amanecer ya no había nada que hacer, solo potreros desocupados.
No era gente de La Esperanza, en esa época nadie tenía carrito por allá, ahora sí hay como dos o tres vecinos con carro pero nada más, de resto lo que uno ve son motos y bicicletas. Nosotros empezamos a sentir susto, eso se veía en los rostros de casi todos los del corregimiento.
También recuerdo que en esos años aparecieron personas muertas por toda la Autopista, pero no eran vecinos nuestros, lo que se decía era que tenían algo que ver con el narcotráfico. Cuando yo estaba recién casada veía bajar por la Autopista caravanas de hasta veinte carros y todos del mismo color, recuerdo una caravana de carros negros, ahí llevaban canoas quién sabe para dónde, también una vez iban como veinte o treinta motos de color rojo.
Por los comentarios que corrían entre los campesinos, se decía que eran narcotraficantes, pero igual ellos nunca paraban en La Esperanza, solo pasaban por allí. El mayor peligro era para quienes vivían a los lados de la Autopista, de pronto con niños pequeños y esas caravanas a toda velocidad, casi volaban por el aire de lo rápido que pasaban, más que todo daba miedo el riesgo de algún accidente.
La situación se empezó a poner dura y fue aumentando el daño contra nosotros, pero la vida se conservaba y no recuerdo casos de La Esperanza donde hayan matado a alguien por robarle en esa época. Sí se veía cada vez más descomposición, iba aumentando con los días y veíamos más forasteros por el corregimiento, no estaban armados o al menos no parecía, pero ya se quedaban por ahí o se adentraban en las montañas; eso fue a puertas de la década de los noventas.
Después de que tuve la niña mayor (en 1991) ahí sí me tocó ver enfrentamientos, porque ya entró el Ejército a combatir a las guerrillas que estaban en este territorio. Para nosotros eso fue muy extraño porque no estábamos acostumbrados a ver gente armada, las únicas armas que veíamos desde pequeños eran los machetes de los campesinos que nos encontrábamos por los caminos, cuando íbamos rumbo a la escuela, ellos iban a desherbar sus cultivos o por hierba para su ganado.
Con gente armada y uniformada en La Esperanza empezó el susto de los campesinos, la desconfianza de ver a los unos y a los otros, y los bombardeos. En el año 92 mi papá tenía un potrero de utilidades en La Florida, esa tierra era muy grande, porque a mi papá, para llegar hasta donde tenía los cuatro animalitos, le tocaba caminar más de dos horas para adentro y a buen paso de campesino.
Por esos días hubo un enfrentamiento en esas tierras, por allá no habitaba nadie porque era muy pendiente y era mejor tener potreros que vivienda. Cuando mi papá fue a salar los animalitos los encontró muertos y con huecos de bala por todas partes. Nos dijo mi papá que a uno de los terneros le contó 150 balas, yo creo que mi papá exageró para decirnos que eran muchas, se veía que el ternero estaba en la parte de arriba del potrero porque quedaron marcados los resbaladeros por los que fue bajando el animalito entre la maleza.
Ya nos entró mucho miedo, no queríamos cuidar animales y nos daba pánico cuando mi papá se demoraba en llegar, nosotros creíamos que lo habían agarrado. Él, en ese trayecto, nunca se llegó a encontrar a ningún armado, menos mal porque con cualquiera de ellos hubiera corrido riesgo.
Por esa época ya se veían hombres armados por todo lado y uno no sabía quiénes eran, a quiénes creerle, cuál era el soldado, cuál el guerrillero; todos armados y uniformados y si uno no se arrimaba a verles el distintivo, no se sabía. La gente de estos lados fue sintiendo cada vez más miedo y ya uno escuchaba de asesinatos o muertos en combate.
Lo más doloroso de todo fue que el Ejército empezó a desconfiar del campesino, lo interrogaba, lo señalaba (pareciera que el del conflicto armado es uno que está en el campo); si en la Autopista quemaban carros, así fuera por Guarne o llegando a Doradal, el ambiente se ponía pesado en La Esperanza. Una sola vez quemaron un bus en el corregimiento (no recuerdo en qué año), obviamente hombres armados, nosotros no teníamos nada que ver con eso.
Muchas veces íbamos campesinos para El Santuario, Medellín o Rionegro y los carros parados porque había un enfrentamiento, o iba uno para Cocorná y había retén del Ejército, los soldados nos decían que estaban dando bala en el municipio.
Cuando menos pensábamos, uno venía de algún lado y quedaba por ahí atrapado en la Autopista, las balas se sentían cerca y nos llenaba de miedo ver esos tanques de guerra que llevaban allá y que utilizaban sin misericordia cuando había enfrentamientos. La Contraguerrilla prendía esos tanques y daba bala por donde fuera, no les importaba donde caían.
Fue muy duro porque no solamente era la guerrilla la que tiraba morteros y granadas, el Ejército también lo hacía. Hay historias de muchos vecinos que detrás de la casa les explotaron granadas, uno ni sabe cómo están vivos, eran del Ejército porque eran granadas que subían y ellos estaban en el corredor de la Autopista, las partes altas de las montañas eran de los demás.
Fueron muchas las casas con huecos, con balas que venían desde abajo. Recuerdo que a un niño de doce años, Juan Crisóstomo, una bala le atravesó la pantorrilla y lo hirió, a él se lo llevaron quince días después de ese acontecimiento, es decir, él hace parte de la lista de desaparecidos de La Esperanza en 1996.
1.2 Los que se fueron
En 1992, yo recuerdo que hubo una masacre miedosa en La Esperanza, mataron a Samuel Castaño, un primo hermano de mi esposo, y a Lucelly, la cuñada de él. Ese día hubo cinco muertos en el corregimiento, por todos ellos fueron hasta sus casas y les tocaron la puerta, cuando salieron les dispararon. Con respecto a Samuel, dicen que por esos días había denunciado a la guerrilla, entonces fue por eso que lo mataron, Lucelly murió por defender a Samuel.
En el año 93 yo estaba viviendo con mi esposo, dos hijos y el tercer embarazo en la vereda La Tolda (municipio de San Francisco), en una finca de panela donde debíamos atender cerca de quince trabajadores, allá se molía muchísimo, a veces eran hasta 32 horas de molienda derecho; de esa finca se sacaba muchísima panela. Fue allá donde recibimos la noticia de otra masacre en La Esperanza, habían asesinado a Ignacio Gallego, un tío mío, junto a su esposa Oliva Quintero y Nohemí, una de sus hijas. Amanda Gallego, hija de Ignacio y Oliva, quedó viva de milagro, ella tiene cicatrices de machetazos y balas por todo el cuerpo, además de una prótesis en su rostro. De mi tío quedaron otros hijos menores y de Nohemí Gallego quedaron cinco niños pequeñitos (la menor tenía cinco meses de nacida).
La gente andaba con mucho miedo en La Esperanza, había gente que se iba yendo, pero muchos se quedaban porque decían que nada tenían que ver con el conflicto. En el año 94 sacaron de su casa a los Múnera, uno de ellos es el esposo de mi cuñada, se llama Darío, a él se lo llevaron junto a su hermano, Diego Múnera y su papá, Guillermo Múnera, un día cualquiera a las cuatro de la tarde. Ellos tenían un estadero sobre la Autopista y los paramilitares que se los llevaron decían que ellos mantenían guerrilla allá.
Darío Múnera logró escaparse y llegó al otro día, él nos contó que los habían hecho caminar hasta Granada y que en la madrugada había como 14 hombres en fila con las manos amarradas, los hacían avanzar y a los diez pasos les disparaban y los arrojaban a un abismo. Darío no sabe cómo se escapó, él dice que llevaba contados unos pasos cuando notó que quien lo vigilaba se volteó y entonces él brincó para un lado y corrió hacia abajo en medio de la balacera. Luego de mucho correr salió a una estación, lo protegieron, dio información de lo sucedido para que buscaran a los demás, sin tener claro el lugar exacto del ajusticiamiento. Al cuarto día del suceso agarró sus maletas y se fue con su familia para Bogotá. Ahí quedó esa historia, al pobre no le dio tiempo de ir al entierro de su papá y su hermano.
También por esos días hubo mucha tortura del Ejército, nos detenían constantemente y hubo restricción de comida, acabaron las tiendas que eran de campo hacia adentro, solo dejaron las que eran sobre la Autopista y no podían estar muy surtidas. Todo se volvió muy duro porque si manteníamos trabajadores no había comida para ellos, conseguirla era muy complicado.
Si en casa éramos cinco personas y uno llevaba cinco libras de arroz para la semana se las dejaban pasar, pero no se podían llevar más, a nosotros no nos alcanzaba, porque en el campo se come arroz al desayuno, al almuerzo y a la comida. Si se llevaban cuatro barritas de jabón para la ropa sucia de la semana, los soldados nos dejaban pasar solo una, ellos se quedaban con las demás.
Cuando uno llegaba al Ramal, que es una de las salidas de Cocorná a la Autopista, el Ejército nos hacía bajar todo el mercado y lo revisaba, al que llevaba una porción más se la quitaban, no se podían comprar pacas de arroz o panela, que es a lo que uno está acostumbrado. Realmente no nos dejaban pasar ni la comida con la que nos alimentábamos bien, porque pensaban que era para la guerrilla.
La guerrilla también tenía a la población como objetivo militar, porque decían que estábamos con el Ejército y que llevábamos información. Era muy complicado manejar esa situación, si por alguna zona cercana pasaba un soldado teníamos problemas con la guerrilla y si pasaba un guerrillero había problemas con el Ejército. Uno como campesino queda atrapado en medio de todos los armados.
Para alimentarnos bien, nosotros recurríamos aún más a lo que producíamos en el campo, a la siembra que teníamos para vender, pero con esto también hubo problemas.
Mi esposo y yo íbamos una vez con seis bultos de café para vender en Cocorná y un soldado se acercó, nos saludó normal y en seguida nos preguntó de dónde era el café, nosotros le mostramos la finca de cultivo, pero después le dijo a mi esposo que él no era ningún campesino, que todos en La Esperanza éramos guerrilleros, que pasábamos bajando cafecito o cajitas de tomate. Mi esposo se enojó mucho y le gritó al soldado: “¿quién le dijo a usted que esos hijuenosecuantas que cargan un fusil como lo carga usted trabajan el campo? ¿Usted cree que para trabajar estos seis bultos de café que tengo aquí, se empacaron solitos desde el árbol y ese árbol los dio solito? Esto no nació de la nada, esto nació fue trabajando”.
El Ejército quitó varias veces a los campesinos los productos que llevaban a vender; quitaron cajas de plátano, tomate, pepino, que por allá se sembraba mucho, ya no tanto, porque de tantas desapariciones y muertes en La Esperanza, la tierra se volvió estéril.
Yo recuerdo que por allá en los años 93 y 94 uno escuchaba por radio de secuestros en toda la Autopista, no en La Esperanza, pero uno pensaba cómo sería de duro, cómo sufriría la familia… Todo lo que se veía y escuchaba daba mucho temor, uno ya no dormía tranquilo, llegaba la noche y era ese desasosiego.
En el día nadie podía estacionarse en la Autopista, si uno iba a bajar a Cocorná a mercar tenía que estar medio escondido, asomar cuando bajara el carro y gritar para que parara. Si nos encontrábamos algún armado en el camino era el interrogatorio más horrible: quién es, para dónde va, dónde vive, porqué está por acá.
Entre el 94 y 97 se crearon las Convivir y acá llegaron en el 96, pero ya era paramilitarismo como tal; fue muy duro porque para ellos, todos éramos guerrilleros por estar en La Esperanza. Todos los campesinos comentábamos que aquí quienes íbamos a morir éramos nosotros.
Antes del año 96 empezaron a asesinar los montallantas de la Autopista, desde Guarne hasta abajo. En La Esperanza había un montallantas, Jaime Cardona, y también lo asesinaron; eso fue sembrando un pánico impresionante, además de las amenazas y el señalamiento del Ejército.
Por esos días hubo un enfrentamiento, yo recuerdo que mi esposo estaba cogiendo café con los trabajadores y se prendió una balacera miedosa, los cafetales quedaban de la casa para arriba y el bajó sudando y diciéndome “mija, yo tenía el balde lleno de café y véalo, vacío”. Los granos de café se regaron mientras ellos corrían para protegerse de las balas.
El 21 de junio de 1996 se dieron las primeras desapariciones de lo que sería una larga lista. Se llevaron a Aníbal Castaño y Óscar Hemel Zuluaga, quien estaba viviendo en un pueblo de la Costa Caribe, pero había venido por una empleada doméstica para que se fuera a trabajar allá. A la esposa de Aníbal le dijeron que los volvían a regresar, lo más triste es que ella quedó como de veinte días de embarazo, y con un niñito de menos de dos años.
Al otro día regresaron los armados a las seis de la mañana, se llevaron otras personas más, entre ellos el muchachito que tenía como 12 años, el que había sido herido en la pantorrilla por una bala del Ejército en un enfrentamiento, Juan Crisóstomo Cardona se llamaba, y también se llevaron a su hermano, Miguel Ancizar. Nos dimos cuenta que los sacaron del rincón de la cama de la mamá. También se llevaron otro muchacho que había entrado ese día, decían que se llamaba Diego, él era un caminante que había pedido posada en la casa Diocelina, una vecina.
En otra finca, a un ladito de la carretera, vivía una pareja de Urabá que había llegado hacía 20 días más o menos, ellos tenían un bebé, a la señora le arrebataron el niño de los brazos, un niño de mes y medio de nacido, y se la llevaron también.
Yo recuerdo que el señor que me contó lo de la pareja de Urabá, me dijo que a él le tocó ver cómo le arrebataron el niño a la señora, lo cogieron de una piernita y lo tiraron a una jardinera. La señora gritaba “mi bebé, mi niño”, esa señora casi se reventaba suplicándoles a ellos que le recogieran el niño, que no se lo dejaran tirado allá. Entonces lo cogieron de una mano y una pierna y se lo entregaron a Miguel Alpidio Quintero, un vecino que tenía unos 70 años en ese entonces; él fue quien me contó el suceso. Cogieron el niño, se lo entregaron y lo amenazaron con el arma diciéndole que lo cuidara que ellos volvían por él. Ellos se fueron con la mamá del niño y al papá, Freddy, ya se lo habían llevado, de ellos decían que eran guerrilleros pertenecientes al EPL, pero nosotros nunca vimos comportamientos extraños de ellos, no nos consta que fuese cierto.
El niño rodó por más de seis familias en La Esperanza, ahora algunas no quieren reconocerlo porque les da miedo. En casa de Miguel Alpidio duró hasta el medio día, él se lo entregó a una nuera y abandonó el corregimiento; al otro día, la nuera se lo entregó a una señora que vivía sobre la Autopista, ella lo tuvo un rato y luego se lo dejó al suegro de mi hermano Octavio; después, él se lo entregó a una señora que vivía arriba de la carretera y ahí amaneció el niño. Al otro día, ella tenía que salir para El Santuario y me lo entregó para que lo cuidara, yo me negué, pero me puse a pensar en mis hijos donde quedaran solos y nadie los quisiera recibir. Además, el niño estaba muy enfermito, entonces yo lo recibí y lo protegí. Entre las prendas y la leche que me entregaron con el niño, había un carné del hospital de Chigorodó con su nombre: Andrés Suárez Cordero.
El 26 de junio el Ejército se tomó la casa de mi papá. Fue un miércoles en la madrugada, allá vivía mi papá, mi mamá y mi hermano Juan Carlos, pero para ellos la casa estaba llena de guerrilla. Entraron a la finca y empezaron a disparar hacia la vivienda por todos lados, a todos los rincones de la casa, bajito, a la altura de las camas, de las hamacas, el zarzo…
Mi hermano gritaba “auxilio, somos una familia, no nos disparen”. La casa era de bareque y la volvieron nada: las puertas cayeron al piso, las balas hicieron huecos en las paredes y el polvo de todo el bareque estaba ahogando a mi mamá; mi papá y mi hermano tuvieron que tirarse en un rinconcito a ventearle con una tapa de olla para que pudiera respirar. A mi papá le pasó una bala por encima del hombro; ellos no saben cómo se salvaron.
También tiraron granadas, porque en el chifonier y donde estaban las vigas de madera quedaron esquirlas de ese explosivo. Yo todavía tengo prendas de mi hermano que estaban guardadas en el chifonier, una camisa de él cuando era promotor de salud que tiene huecos de las balas, al igual que la camisa del grupo scout. Además, tengo una cobija con huecos de las balas y una Sagrada Biblia, que era de mi hermano cuando él estaba estudiando en el seminario.
Después de que terminaron de disparar, mi hermano salió temeroso y vio que era el Ejército, inmediatamente se enojó y les gritó pidiéndoles explicación de por qué habían atentado contra una familia cuándo ellos eran los llamados a proteger la comunidad; los soldados lo que hicieron fue pegarle un culatazo en la cara y obviamente Juan Carlos cayó al piso.
El Ejército tuvo el descaro de quedarse hasta las cuatro de la tarde, armaron carpas por todos lados, porque eran más de 50 soldados. Ese día subió mi esposo con mi hijastro a trabajar porque tenían un contrato de un potrero, subió mi hermano Octavio con la esposa y las tres niñas, ese día subió también un señor que se llamaba Alfredo y otro señor Berto Gallego que fue a darle vuelta a una finca de ganado. A todos los detuvieron. Mi esposo llevaba el almuerzo que yo le había empacado y le dijeron que ese almuerzo no era para él, que no fuera mentiroso y dijera que era para dárselo a la guerrilla. Imagínese, la porción personal para trabajar y supuestamente era para la guerrilla; para ellos todo era guerrilla, no más.
Ese día, mientras les amontonaban los números de cédula, a mi esposo le dijeron que le pidiéramos tierra al Estado porque todo lo iban a bombardear. Mi hermano Octavio discutió con ellos de lo que habían hecho en la casa de mi papá y uno de ellos le dijo: “denle gracias a dios que no los matamos, y a usted lo llevamos aquí en la mira”.
A Florilda, la esposa de mi hermano Octavio, la pensaban detener porque subió con botas pantaneras y por eso, supuestamente, era una guerrillera; donde vivía mi hermano habían como tres cafetales y el resto era puro rastrojo, obviamente se emparamaba mucho a esa hora de la mañana y por eso subió en botas. Ahí fue cuando se vio el valor de nuestra mamá, quien fue a decirles a los soldados que era la nuera, que mirara a las hijas, que mirara cuál era la casa; al final no se la llevaron.
Ese mismo día por la mañana, me contaba mi hermano, mis papas y algunos de los que habían subido a la finca, los soldados los hicieron entrar a la casa y los encerraron, o más bien colocaron las puertas, porque igual ya estaban caídas del atentado que habían hecho durante la madrugada. Entonces por los huecos que dejaron las balas en el bareque, ellos vieron cuando a una prima mía, María Irene, le quitaron la ropa, le pusieron camuflado y un bolso y se la llevaron; de ella no volvimos a saber nada.
El domingo 7 de julio estaba mi hermano Juan Carlos enseñando catequesis, ese día también había hecho una reunión en la Capilla la Santa Cruz para mejoramiento de vivienda, cuando iba sobre la Autopista aparecieron hombres armados en unas camionetas y se lo llevaron junto con Jaime Mejía, el chancero de la zona, y Javier Giraldo, quien se resistió a los armados y se hizo asesinar llegando a la vereda San Vicente, donde encontraron el cuerpo. Dicen que se llevaron otro señor, que trabajaba para una empresa que se llamaba Pavicor y que tenía un contrato en la Autopista haciendo obras de mantenimiento, pero nadie denunció su desaparición, ese fue un suceso que se quedó en la impunidad.
Mi esposo fue el lunes a Cocorná a denunciar la desaparición de mi hermano en la Personería, habló también con el sacerdote José Olimpo, quien era el párroco de Cocorná. Cuando mi esposo llegó me dijo: “mija, yo no sé qué haría usted si quedara sola, con todos esos niños y mire lo que está pasando, si se llevaron a su hermano que era tan bueno con todo el mundo…”.
Al otro día se llevaron a mi esposo. Ese día aparecieron en el corredor de mi casa cinco tipos armados preguntando por el recién nacido que habían abandonado, el bebé estaba en una hamaca, mientras mis hijos pequeños le jugaban. Yo les dije “sí, Andresito está aquí”, obviamente se enojaron mucho y empezaron a hacerme preguntas, yo les argumenté que no era delito cuidar un niño que no tenía la protección del papá, la mamá o de algún familiar.
Ellos dijeron que nosotros éramos guerrilleros y a mí se me subió un calor impresionante por ser tratados de esa forma. En medio de toda esa situación, no solo se siente miedo, ese miedo también ayuda a resistir, a ser fuerte, a mí me dio valor y entre lágrimas y nudos en la garganta, les dije que si pensaban que éramos guerrilleros nos mataran de una vez porque a eso habían venido.
Después me dijeron que se iban a llevar al niño, pero no respondieron cuando les pregunté para dónde, entonces yo entré a la casa y le estaba cambiando el pañal a Andresito, mientras dos hombres me apuntaban con sus armas, uno detrás de mí y otro al frente, desde la ventana. En esas entró mi esposo y me dijo “mija, que yo me tengo que ir con ellos”, eso fue muy duro para mí, terrible, yo inmediatamente salí y les dije que no se podían llevar a mi esposo, que yo tenía cuatro hijos y que estaba en embarazo, pero a ellos no les valió mis súplicas. Yo les dije que hacía dos días se me habían llevado a mi hermano que era promotor de salud, y me respondieron “demás que él era cómplice de la guerrilla…”.
Seguí discutiendo con los armados del ataque a la casa de mi papá mientras ellos requisaban toda la casa. Me dijeron que a ellos lo que les daba rabia es que hacía ocho días que había habido un enfrentamiento y “nos hirieron un soldado en el puente y nadie fue a avisar ni a decir nada”, cuando ellos dijeron eso yo inmediatamente me dije “aquí no sólo hay paramilitares, aquí hay soldados”, porque además algunos tenían motilado de militar; yo pensé, “estos son soldados y se identificaron solitos”.
Mucha discusión, súplicas y llanto durante ese momento, pero no valió de nada. Mi esposo tuvo que soltar a Celeni de sus brazos y despedirse de mí, él ni podía despedirse y yo tampoco por el llanto en el que estaba, además de ver a mi niño llorando, pegado de las rodillas del papá y diciéndole que se lo llevara; ellos cogieron al niño, a mi mono y lo tiraron diciendo “este chino no va” y ya mi esposo me dijo, mirándome a los ojos y con un esfuerzo indudable “Hasta luego mija, cuídese mucho” y yo, atacada por el llanto, le dije “que la virgen lo acompañe, que me le vaya bien”. Él salió rodeado de los cinco armados, llevando a Andresito entre sus brazos y se fue alejando, poco a poco, de nuestra casita.
Ellos me dijeron que mi esposo ya volvía y nunca volvió, al rato se largó una granizada horrible, dicen los vecinos que en medio de la lluvia todavía no habían bajado a la Autopista y cuando llegaron, le quitaron el niño y lo amarraron. En esas bajaba otro muchacho de trabajar, Orlando Castaño, y también se lo llevaron; más abajito estaba mi hermano Octavio esperando carro y también lo cogieron y se lo llevaron.
Yo denuncié las desapariciones en la Personería de Cocorná, al mismo tiempo que tomaba las riendas de la finca para poder sostener a mis niños. Fue muy duro hacerles entender a mis hijos, todos menores de 6 años, que su papá no estaba. Al principio no dejaban que yo les cepillara los dientes, era el papá el que los acompañaba siempre al lavadero y les enseñaba oraciones antes de irnos a la cama, casi no logro hacerles entender que el papá ya no estaba, que hombres armados se lo había llevado.
A finales de ese año, el 27 de diciembre, se llevaron otros dos campesinos de la zona: Andrés Gallego y Leónidas Cardona, un lavador de carros de La Esperanza. En ese año perdí a mi esposo, mis dos hermanos, además de algunos primos cercanos y vecinos muy estimados, a los diez y seis meses de la desaparición de mis hermanos, mi papá murió de pena moral. En la Esperanza hicimos marchas, manifestaciones y eucaristías con las familias de los desaparecidos durante ese tiempo, mientras pedíamos respuestas de nuestros seres queridos, dónde están, cómo, porqué… Nos enteramos que el paramilitar Ramón Isaza, comandante de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, hablaba de su responsabilidad, o la de su hijo, en estas desapariciones, pero no se daban detalles, solo que estaban muertos.
Después de denunciar ante la Fiscalía General de la Nación las desapariciones de La Esperanza, empezaron las persecuciones, las amenazas, los desplazamientos. El 6 de marzo del 2000 nos desplazaron por primera vez. Cémida, una vecina que vive sobre la Autopista, estaba descansando en el corredor de su casa cuando bajaron en una moto tirando papeles sobre la vía, ella y su familia no le dieron importancia, cuando en esas desde más abajito gritaron los de la moto “es en serio, recójanlos”. En el papel decía que teníamos 24 horas para desocupar La Esperanza.
La mayoría de mis vecinos de La Esperanza se fueron para El Santuario y allá estuvieron en albergues, otros se fueron para El Carmen de Viboral, nosotros nos fuimos para Cocorná, para la casa donde vivía mi hermana María de los Ángeles con su esposo e hijos. La casa era muy pequeña y nos tuvimos que acomodar cuatro familias, incluyendo la familia de mi hermana Aurora y una familiar del esposo de María de los Ángeles.
La situación fue muy dura, porque cada 15 días nos daban una bolsita de mercado a cada familia, pero eso no era suficiente, todo era en cantidades muy pequeñas, aceite, chocolate, panela, unas libritas de arroz, 2 libras de lentejas o alverjas y un kilo de bienestarina. Durante ese tiempo, yo le ayudaba a mi hermana en la máquina de coser, ahí por los laditos. Otros ratos los aprovechaba para sacar a los niños a jugar en una casa que estaban construyendo cerca, para que allá corrieran, cantaran, hablaran duro y se sintieran libres, como en el campo; fue muy complicado mantenerlos quietos cuando estábamos en casa de mi hermana, porque estaban muy pequeñitos, y eso empezó a generarme problemas con mi cuñado.
En julio nos volvieron a dar retorno y empezamos a llegar las familias durante todo el mes, pero no nos duró ni dos meses la dicha, porque el 28 de agosto tocaron puertas unos encapuchados que no se identificaron y nos dijeron que teníamos que salir. Cuando ellos llegaron a mi casa yo me sentía protegida porque siempre ponía el rosario en Radio Católica Mundial y en esas estaba.
En ese desplazamiento regresé a Cocorná, con mi familia, que en ese entonces éramos ocho, incluyendo mis 5 hijos, mi mamá, el hijastro y yo, no queríamos volver allá, pero finalmente no teníamos a dónde más llegar. Para colaborar con los gastos de la casa yo vendí una manguera larga que tenía, unos alambres para cercar, el fogón y todo lo que pudiera generar entradas económicas; así nos mantuvimos en medio de muchas necesidades y con la sensación de “arrimados” que es bastante dura.
Cuando retorné en enero de 2001 a La Esperanza, ya empecé a sentirme amenazada. Un joven menor de edad, desconocido, llegó una vez a mi casa diciéndome que debía ir a unas reuniones que en realidad no habían. Recuerdo que una noche en La Esperanza iba caminando para la casa y me apuntaron con un arma preguntándome quién era, a los días iba por la Autopista y pasó un taxi que frenó en seco y se fue al paso mío, eso fue terrible. Luego, recibí un cartel escrito donde me decían que yo tenía cuentas pendientes con ellos y que tenía que ir a no sé qué vereda o si no yo ya sabía a qué me atenía; ahí mismo yo me puse a buscar casa para arrendar en El Carmen y pude pasarme el 18 de febrero, luego de llevarme varios sustos.
Allá, en La Esperanza, quedaron mis recuerdos de infancia, la finca, una buena cosecha de café… Por allá voy poco, asisto a talleres que nos dictan sobre ley de víctimas, identificación de personas y actos de memoria por nuestros desaparecidos, pero cuando voy salgo el mismo día. En el pueblo, a veces la situación es muy difícil, tratamos de sobrevivir sin recibirle un peso al Estado, porque antes de reparaciones económicas y subsidios, quiero la verdad, mis hijos también la piden.
De todas maneras, queda la esperanza de encontrar la verdad. No es suficiente con que Ramón Isaza haya dicho que tiraron sus cuerpos a los ríos más grandes de Colombia ¿A cuál exactamente? Queremos concluir el duelo en el que todavía seguimos. Nosotros vivimos con la incertidumbre de no saber si están vivos, pero con la mano en el corazón tampoco puedo asegurar que murieron.