lunes, 9 de abril de 2012

Allá está mi tierra, entre montañas. (Introducción)


Difícilmente exista un colombiano que no haya padecido la guerra, ese monstruo devorador que adquiere tantos rostros, que ataca hasta imponerse, que lleva sobre sus múltiples hombros, además de un fusil, el poder, una ideología o un temor a infundir.
Muchos han vivido la guerra o la han escuchado de diferentes voces, otros han sentido miedo en todo el cuerpo y han llorado muchas almas cuando ven la miseria que deja después de su paso. Esa guerra ataca también a campesinos, la mayoría de ellos trabajadores de la tierra que tienen en sus fincas unos castillos de madera para vivir y una familia que mantener, casi siempre numerosa.
En ellos quedan recuerdos, su memoria se llena de imágenes que no olvidan, que guardan como algo sagrado porque los lleva siempre allá: a otros tiempos. Ellos cuentan su territorio, en sus gestos y palabras está presente la violencia vivida, los temores, las dificultades y el llanto que les produjeron: pero no solo eso, también hay historias felices en medio de los obstáculos.
Ahí, en el recordar, aparecen esos rostros familiares, sus comportamientos y lo que fue compartir una vida con ellos, antes de que partieran de sus vidas o de los ojos del mundo. A pesar del miedo existente en algunos de ellos y de no querer hablar sobre el tema, algunos campesinos terminan cediendo y cuentan sus vivencias.
Se presentan entonces tres historias de vida de aquellos que, en distintas zonas del municipio de El Carmen de Viboral, padecieron en las puertas de su casa la llegada de esa máscara oscura que fue la guerra, arrebatándoles sus seres queridos, su tranquilidad y sus vidas en la montaña. Estos relatos son el resultado de visitas de campo, observación y entrevistas en tres zonas rurales de esta localidad del Oriente Antioqueño (realizadas durante el primer semestre del 2011).
La primera de ellas surge a partir de las desapariciones forzadas que se dieron en la vereda La Esperanza y que afectaron la tranquilidad del caserío. De allí se llevaron 17 personas durante los meses de junio, julio y diciembre de 1996. Esta historia se cuenta desde la voz de Flor, una mujer campesina que perdió a su esposo, hermanos y primos. Ahora ella se llena de fuerza para contar sus vivencias, para hablar del dolor de su familia y las tragedias de sus vecinos.
La segunda historia sucedió en el corregimiento La Chapa, esta vez cerca de la zona urbana del municipio. La historia que se narra obedece a la situación difícil que vivieron los Gallego Muñoz, una familia campesina que se vio fragmentada por culpa de hombres armados que tocaron a sus puertas y olvidaron el respeto a la vida.
La tercera y última historia, se cuenta desde la vereda El Porvenir, oculta en las profundidades de las montañas en el sur del municipio, tierra lejana y de difícil acceso, donde el viaje en mula es necesario para recorrer sus senderos. Allí se narran los sucesos de varios habitantes que fueron afectados por la presencia armada, para algunos de ellos llegó el desplazamiento, en otros se vio la resistencia en su vereda. Ambas condiciones generaron dolor y pérdidas, de las que hoy intentan recuperarse.
De esta manera, se ilustra el contexto de violencia en el municipio, la situación de algunos personajes víctimas, donde no solo cobran valor narrativo las experiencias fuertes y desgarradoras en sus tierras, también hay un interés en resaltar su cotidianidad en diferentes periodos y las transformaciones que sufrieron sus vidas, sus sueños, los referentes de la tierra que habitaron o habitan y su cultura. Además, se presentan algunas imágenes fotográficas, al final de cada historia, donde se revelan personajes y situaciones de la vida cotidiana.
Con estos testimonios, se visibiliza a estos sujetos que sufrieron la violencia de manera cercana, pero no solo desde las tragedias, sino desde las cosas importantes que pasaron y pasan en sus vidas, ahí radica el valor de estos productos periodísticos y del trabajo narrativo que hay en ellos. Allá, en esos territorios, resaltan los recuerdos guardados en la memoria de sus habitantes, recuerdos de otros días. Estos escenarios veredales cobran vida ayudados de las voces de quienes los han habitado, ellos no solo hablan de un pasado violento, hay otro pasado, otro presente y un anhelo de futuro, mucho más feliz.

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html

1. Doña Flor

He contado muchas veces mi historia, que es la misma de mi familia, y también la de mis vecinos en La Esperanza. Me resisto a quedarme callada porque si quedé viva fue precisamente para hablar y exigir justicia.

Antes de que nos tocara el conflicto armado de esa manera tan cruda, vivíamos alrededor de 130 familias (la mayoría numerosas), labradoras de la tierra y dedicadas al cuidado de los animalitos que teníamos. Familias pobres en muchos casos, esperanzadas en poder vender en Cocorná o El Santuario el bultico de café, la panela o los plátanos de nuestra tierra cálida.
Nosotros vivíamos de la Autopista hacia arriba, en esa montaña por donde desciende el Rio Cocorná, que separa el cerro El Picacho y nuestro monte, que pertenece a El Carmen de Viboral. Ahora es fácil llegar a este municipio por la Autopista, pero antes lo hacíamos por el camino de la Macana, que sale de La Esperanza entre montañas y llega a Boquerón, luego pasa por La Chapa, sigue por Campo Alegre y termina en la plaza principal del pueblo.
Mi papá, José Eliseo se llamaba, era aserrador, pero también sembraba maíz, café, yuca, plátano y fríjol cuando alguien le arrendaba lotes porque él no tenía tierra propia para cultivar. Casi todo era para el consumo familiar. Con él, hacíamos viajes cada ocho días al pueblo por el camino de la Macana que nos tomaba siete horas de ida, cruzábamos desde los seis y siete años ese trayecto montañoso y desolado a pie limpio, cada uno con un par de tablas al hombro, que mi papá vendía durante el fin de semana; luego compraba el mercado y regresábamos a la finquita.
María Engracia se llamaba mi madre, ella ya murió. Dio a luz a nueve hijos, pero cuatro murieron porque nacieron muy enfermitos; entonces quedamos cinco hijos: Aurora, María de los Ángeles, Octavio, Juan Carlos y yo. Mi papá era partero, fue él quien le atendió los nueve partos a mi mamá allá mismo donde vivíamos. Fuimos nacidos y criados en La Esperanza, nosotros y muchos de los vecinos que hoy en día están desaparecidos.
Mi mamá nos decía que la finca donde vivíamos era donde ella se había criado. Recuerdo que la casa era de tapia, pequeña, y quedaba en un planito en la parte alta de la montaña, a todo el frente de ese cerro puntudo de Cocorná: El Picacho. Ese era el paisaje que veíamos al levantarnos desde muy niños y supongo que era lo que me rodeaba desde que mi mamá me sacaba a asolear recién nacida, en 1965.
Nosotros rezábamos el rosario mañana y noche, mis papás eran muy creyentes y eso nos dejaron como herencia; también leíamos algunos libros, muchos de ellos sobre las Sagradas Escrituras. Nos gustaba mucho sentarnos en la tarima del corredor de la casa a mirar para abajo porque el paisaje era muy bonito y a conversar de lo que aprendíamos en la escuela; en ese mismo corredor preparábamos los cantos navideños y nos aprendíamos muchos villancicos para formar buenos coros en las novenas de aguinaldo.
Recuerdo también que para pasar el tiempo libre, disfrutábamos mucho haciendo coplas o adivinanzas ¡Ay, gozábamos mucho con eso y dejábamos a más de uno pensando! Un truco con el que casi no podían era el del tigre, la vaca y la hierba, debían descifrar cómo pasarlos de un lado a otro del puente, de a uno porque el puente no resistía mucho peso, pero si el tigre se quedaba solo con la vaca se la comía y si la vaca se quedaba sola con la hierba se la comía; era complicadito pero con eso nos entreteníamos pensando un rato.
Así se nos iban los días, yo repetí tres veces tercero porque en la escuela La Esperanza solo había hasta ese grado de primaria, y como los papás y la maestra nos veían tan chiquitos, nos dejaban repitiendo años antes de ponernos a trabajar del todo en la casa.
Respecto a hombres armados, recuerdo que estando muy pequeñita, más o menos de ocho años de edad, yo escuchaba que hablaban de “los pájaros”, de los “sinsontes”, pero no sentíamos mucho temor, porque eran como tres o cuatro personas de esas que decían que se veían por esos lados. Lo que sí es cierto es que extorsionaban y cuando llegaban los policías se daban bala, pero no se dejaban coger. Eso era como magia, cuando los tenían en una encrucijada dizque iban por ellos y lo que encontraban eran racimos de plátano o algún animal.
Yo escuché alguna vez que estaban en un enfrentamiento con un chusmero en El Picacho y que desde allá llegaban balas y balas para los policías, pero que de un momento a otro lo que vieron fue un humeral impresionante y encontraron un racimo de plátanos bien maduro, los policías se comieron esos plátanos y lo que se resultaron comiendo fue la camisa del tipo; eso era lo que se decía.
Un día que íbamos para la casa de una tía, mi mamá nos señaló una piedra grande a un lado del río y nos dijo que ahí se escondía un chusmero que, luego de mucho intentar, habían logrado matar con bala bendita. Arturo, así se llamaba el tipo, estaba debajo de esa piedra mientras tomaba aguardiente. Muchos policías se subieron a los árboles y empezaron a encandelillarlo con linternas de lado a lado, le dispararon y luego de muchas balas lo vieron caer, dicen que gritaba muchas cosas malísimas. Yo lo que encontré, a los nueve años más o menos, fue el relato de lo que había sucedido y el calvario de Arturo cerca al puente colgante.
Eso era lo máximo que se veía, según contaba mi madre, porque yo estaba muy niña. No se escuchaba nada de tropas ni temor en la gente.
La Esperanza, desde que tengo uso de razón y hasta que estuve jovencita, fue una tierra de mucha tranquilidad, nadie tenía miedo de nada y no veíamos situaciones raras en los senderos que recorríamos, y eran bastante largos. Para ir a estudiar, por ejemplo, a mis hermanos y a mí nos tocaba caminar hora y media, brincar un par de charcos y pasar uno de los riachuelos por un puente sin pasamanos y hecho con dos troncos de madera, ese era el peligro, nada más. A la media hora de haber caminado, nos encontrábamos con los primeros vecinos que eran los hijos de los Castaño.
Yo me casé el 22 de julio de 1989 con Hernando Castaño, un mono de ojos claros de una de las familias más acomodadas de La Esperanza; ellos vivían muy cerca de la casa de mis padres. Hernando no quiso construir casa en la tierra del papá, entonces compró un terreno pequeño en la parte baja de la montaña (cerca al Rio Cocorná), construyó la casita, nos casamos y para allá nos fuimos. Él empezó a sembrar café, plátano… como los demás campesinos.
Luego empezaron a llegar nuestros hijos: primero nació Claudia, luego vino Wilder (el mono), más adelante Juan Diego, Celeni y Jazmín Lorena, quien fue la única a la que no conoció su padre, a él se lo llevaron cuando yo tenía dos meses y medio de embarazo de la niña. El matrimonio me duró 7 años, fue más largo el noviazgo que duró casi 11 años.

1.1 El conflicto en la zona…
Nosotros empezamos a escuchar comentarios malucos en los años ochenta, decían que había guerrilla, pero no veíamos nada. Aunque a decir verdad, desde hace más de treinta años para acá, con la Autopista inaugurada, se empezaron a presentar robos en las fincas más cercanas a la carretera, quienes tenían ganado lo perdieron en una noche cualquiera, cuando llegaba gente extraña en carros de carga y se alzaban algunos animales. Al amanecer ya no había nada que hacer, solo potreros desocupados.
No era gente de La Esperanza, en esa época nadie tenía carrito por allá, ahora sí hay como dos o tres vecinos con carro pero nada más, de resto lo que uno ve son motos y bicicletas. Nosotros empezamos a sentir susto, eso se veía en los rostros de casi todos los del corregimiento.
También recuerdo que en esos años aparecieron personas muertas por toda la Autopista, pero no eran vecinos nuestros, lo que se decía era que tenían algo que ver con el narcotráfico. Cuando yo estaba recién casada veía bajar por la Autopista caravanas de hasta veinte carros y todos del mismo color, recuerdo una caravana de carros negros, ahí llevaban canoas quién sabe para dónde, también una vez iban como veinte o treinta motos de color rojo.
Por los comentarios que corrían entre los campesinos, se decía que eran narcotraficantes, pero igual ellos nunca paraban en La Esperanza, solo pasaban por allí. El mayor peligro era para quienes vivían a los lados de la Autopista, de pronto con niños pequeños y esas caravanas a toda velocidad, casi volaban por el aire de lo rápido que pasaban, más que todo daba miedo el riesgo de algún accidente.
La situación se empezó a poner dura y fue aumentando el daño contra nosotros, pero la vida se conservaba y no recuerdo casos de La Esperanza donde hayan matado a alguien por robarle en esa época. Sí se veía cada vez más descomposición, iba aumentando con los días y veíamos más forasteros por el corregimiento, no estaban armados o al menos no parecía, pero ya se quedaban por ahí o se adentraban en las montañas; eso fue a puertas de la década de los noventas.
Después de que tuve la niña mayor (en 1991) ahí sí me tocó ver enfrentamientos, porque ya entró el Ejército a combatir a las guerrillas que estaban en este territorio. Para nosotros eso fue muy extraño porque no estábamos acostumbrados a ver gente armada, las únicas armas que veíamos desde pequeños eran los machetes de los campesinos que nos encontrábamos por los caminos, cuando íbamos rumbo a la escuela, ellos iban a desherbar sus cultivos o por hierba para su ganado.
Con gente armada y uniformada en La Esperanza empezó el susto de los campesinos, la desconfianza de ver a los unos y a los otros, y los bombardeos. En el año 92 mi papá tenía un potrero de utilidades en La Florida, esa tierra era muy grande, porque a mi papá, para llegar hasta donde tenía los cuatro animalitos, le tocaba caminar más de dos horas para adentro y a buen paso de campesino.
Por esos días hubo un enfrentamiento en esas tierras, por allá no habitaba nadie porque era muy pendiente y era mejor tener potreros que vivienda. Cuando mi papá fue a salar los animalitos los encontró muertos y con huecos de bala por todas partes. Nos dijo mi papá que a uno de los terneros le contó 150 balas, yo creo que mi papá exageró para decirnos que eran muchas, se veía que el ternero estaba en la parte de arriba del potrero porque quedaron marcados los resbaladeros por los que fue bajando el animalito entre la maleza.
Ya nos entró mucho miedo, no queríamos cuidar animales y nos daba pánico cuando mi papá se demoraba en llegar, nosotros creíamos que lo habían agarrado. Él, en ese trayecto, nunca se llegó a encontrar a ningún armado, menos mal porque con cualquiera de ellos hubiera corrido riesgo.
Por esa época ya se veían hombres armados por todo lado y uno no sabía quiénes eran, a quiénes creerle, cuál era el soldado, cuál el guerrillero; todos armados y uniformados y si uno no se arrimaba a verles el distintivo, no se sabía. La gente de estos lados fue sintiendo cada vez más miedo y ya uno escuchaba de asesinatos o muertos en combate.
Lo más doloroso de todo fue que el Ejército empezó a desconfiar del campesino, lo interrogaba, lo señalaba (pareciera que el del conflicto armado es uno que está en el campo); si en la Autopista quemaban carros, así fuera por Guarne o llegando a Doradal, el ambiente se ponía pesado en La Esperanza. Una sola vez quemaron un bus en el corregimiento (no recuerdo en qué año), obviamente hombres armados, nosotros no teníamos nada que ver con eso.
Muchas veces íbamos campesinos para El Santuario, Medellín o Rionegro y los carros parados porque había un enfrentamiento, o iba uno para Cocorná y había retén del Ejército, los soldados nos decían que estaban dando bala en el municipio.
Cuando menos pensábamos, uno venía de algún lado y quedaba por ahí atrapado en la Autopista, las balas se sentían cerca y nos llenaba de miedo ver esos tanques de guerra que llevaban allá y que utilizaban sin misericordia cuando había enfrentamientos. La Contraguerrilla prendía esos tanques y daba bala por donde fuera, no les importaba donde caían.
Fue muy duro porque no solamente era la guerrilla la que tiraba morteros y granadas, el Ejército también lo hacía. Hay historias de muchos vecinos que detrás de la casa les explotaron granadas, uno ni sabe cómo están vivos, eran del Ejército porque eran granadas que subían y ellos estaban en el corredor de la Autopista, las partes altas de las montañas eran de los demás.
Fueron muchas las casas con huecos, con balas que venían desde abajo. Recuerdo que a un niño de doce años, Juan Crisóstomo, una bala le atravesó la pantorrilla y lo hirió, a él se lo llevaron quince días después de ese acontecimiento, es decir, él hace parte de la lista de desaparecidos de La Esperanza en 1996.

1.2 Los que se fueron
En 1992, yo recuerdo que hubo una masacre miedosa en La Esperanza, mataron a Samuel Castaño, un primo hermano de mi esposo, y a Lucelly, la cuñada de él. Ese día hubo cinco muertos en el corregimiento, por todos ellos fueron hasta sus casas y les tocaron la puerta, cuando salieron les dispararon. Con respecto a Samuel, dicen que por esos días había denunciado a la guerrilla, entonces fue por eso que lo mataron, Lucelly murió por defender a Samuel.
En el año 93 yo estaba viviendo con mi esposo, dos hijos y el tercer embarazo en la vereda La Tolda (municipio de San Francisco), en una finca de panela donde debíamos atender cerca de quince trabajadores, allá se molía muchísimo, a veces eran hasta 32 horas de molienda derecho; de esa finca se sacaba muchísima panela. Fue allá donde recibimos la noticia de otra masacre en La Esperanza, habían asesinado a Ignacio Gallego, un tío mío, junto a su esposa Oliva Quintero y Nohemí, una de sus hijas. Amanda Gallego, hija de Ignacio y Oliva, quedó viva de milagro, ella tiene cicatrices de machetazos y balas por todo el cuerpo, además de una prótesis en su rostro. De mi tío quedaron otros hijos menores y de Nohemí Gallego quedaron cinco niños pequeñitos (la menor tenía cinco meses de nacida).
La gente andaba con mucho miedo en La Esperanza, había gente que se iba yendo, pero muchos se quedaban porque decían que nada tenían que ver con el conflicto. En el año 94 sacaron de su casa a los Múnera, uno de ellos es el esposo de mi cuñada, se llama Darío, a él se lo llevaron junto a su hermano, Diego Múnera y su papá, Guillermo Múnera, un día cualquiera a las cuatro de la tarde. Ellos tenían un estadero sobre la Autopista y los paramilitares que se los llevaron decían que ellos mantenían guerrilla allá.
Darío Múnera logró escaparse y llegó al otro día, él nos contó que los habían hecho caminar hasta Granada y que en la madrugada había como 14 hombres en fila con las manos amarradas, los hacían avanzar y a los diez pasos les disparaban y los arrojaban a un abismo. Darío no sabe cómo se escapó, él dice que llevaba contados unos pasos cuando notó que quien lo vigilaba se volteó y entonces él brincó para un lado y corrió hacia abajo en medio de la balacera. Luego de mucho correr salió a una estación, lo protegieron, dio información de lo sucedido para que buscaran a los demás, sin tener claro el lugar exacto del ajusticiamiento. Al cuarto día del suceso agarró sus maletas y se fue con su familia para Bogotá. Ahí quedó esa historia, al pobre no le dio tiempo de ir al entierro de su papá y su hermano.
También por esos días hubo mucha tortura del Ejército, nos detenían constantemente y hubo restricción de comida, acabaron las tiendas que eran de campo hacia adentro, solo dejaron las que eran sobre la Autopista y no podían estar muy surtidas. Todo se volvió muy duro porque si manteníamos trabajadores no había comida para ellos, conseguirla era muy complicado.
Si en casa éramos cinco personas y uno llevaba cinco libras de arroz para la semana se las dejaban pasar, pero no se podían llevar más, a nosotros no nos alcanzaba, porque en el campo se come arroz al desayuno, al almuerzo y a la comida. Si se llevaban cuatro barritas de jabón para la ropa sucia de la semana, los soldados nos dejaban pasar solo una, ellos se quedaban con las demás.
Cuando uno llegaba al Ramal, que es una de las salidas de Cocorná a la Autopista, el Ejército nos hacía bajar todo el mercado y lo revisaba, al que llevaba una porción más se la quitaban, no se podían comprar pacas de arroz o panela, que es a lo que uno está acostumbrado. Realmente no nos dejaban pasar ni la comida con la que nos alimentábamos bien, porque pensaban que era para la guerrilla.
La guerrilla también tenía a la población como objetivo militar, porque decían que estábamos con el Ejército y que llevábamos información. Era muy complicado manejar esa situación, si por alguna zona cercana pasaba un soldado teníamos problemas con la guerrilla y si pasaba un guerrillero había problemas con el Ejército. Uno como campesino queda atrapado en medio de todos los armados.
Para alimentarnos bien, nosotros recurríamos aún más a lo que producíamos en el campo, a la siembra que teníamos para vender, pero con esto también hubo problemas.
Mi esposo y yo íbamos una vez con seis bultos de café para vender en Cocorná y un soldado se acercó, nos saludó normal y en seguida nos preguntó de dónde era el café, nosotros le mostramos la finca de cultivo, pero después le dijo a mi esposo que él no era ningún campesino, que todos en La Esperanza éramos guerrilleros, que pasábamos bajando cafecito o cajitas de tomate. Mi esposo se enojó mucho y le gritó al soldado: “¿quién le dijo a usted que esos hijuenosecuantas que cargan un fusil como lo carga usted trabajan el campo? ¿Usted cree que para trabajar estos seis bultos de café que tengo aquí, se empacaron solitos desde el árbol y ese árbol los dio solito? Esto no nació de la nada, esto nació fue trabajando”.
El Ejército quitó varias veces a los campesinos los productos que llevaban a vender; quitaron cajas de plátano, tomate, pepino, que por allá se sembraba mucho, ya no tanto, porque de tantas desapariciones y muertes en La Esperanza, la tierra se volvió estéril.
Yo recuerdo que por allá en los años 93 y 94 uno escuchaba por radio de secuestros en toda la Autopista, no en La Esperanza, pero uno pensaba cómo sería de duro, cómo sufriría la familia… Todo lo que se veía y escuchaba daba mucho temor, uno ya no dormía tranquilo, llegaba la noche y era ese desasosiego.
En el día nadie podía estacionarse en la Autopista, si uno iba a bajar a Cocorná a mercar tenía que estar medio escondido, asomar cuando bajara el carro y gritar para que parara. Si nos encontrábamos algún armado en el camino era el interrogatorio más horrible: quién es, para dónde va, dónde vive, porqué está por acá.
Entre el 94 y 97 se crearon las Convivir y acá llegaron en el 96, pero ya era paramilitarismo como tal; fue muy duro porque para ellos, todos éramos guerrilleros por estar en La Esperanza. Todos los campesinos comentábamos que aquí quienes íbamos a morir éramos nosotros.
Antes del año 96 empezaron a asesinar los montallantas de la Autopista, desde Guarne hasta abajo. En La Esperanza había un montallantas, Jaime Cardona, y también lo asesinaron; eso fue sembrando un pánico impresionante, además de las amenazas y el señalamiento del Ejército.
Por esos días hubo un enfrentamiento, yo recuerdo que mi esposo estaba cogiendo café con los trabajadores y se prendió una balacera miedosa, los cafetales quedaban de la casa para arriba y el bajó sudando y diciéndome “mija, yo tenía el balde lleno de café y véalo, vacío”. Los granos de café se regaron mientras ellos corrían para protegerse de las balas.
El 21 de junio de 1996 se dieron las primeras desapariciones de lo que sería una larga lista. Se llevaron a Aníbal Castaño y Óscar Hemel Zuluaga, quien estaba viviendo en un pueblo de la Costa Caribe, pero había venido por una empleada doméstica para que se fuera a trabajar allá. A la esposa de Aníbal le dijeron que los volvían a regresar, lo más triste es que ella quedó como de veinte días de embarazo, y con un niñito de menos de dos años.
Al otro día regresaron los armados a las seis de la mañana, se llevaron otras personas más, entre ellos el muchachito que tenía como 12 años, el que había sido herido en la pantorrilla por una bala del Ejército en un enfrentamiento, Juan Crisóstomo Cardona se llamaba, y también se llevaron a su hermano, Miguel Ancizar. Nos dimos cuenta que los sacaron del rincón de la cama de la mamá. También se llevaron otro muchacho que había entrado ese día, decían que se llamaba Diego, él era un caminante que había pedido posada en la casa Diocelina, una vecina.
En otra finca, a un ladito de la carretera, vivía una pareja de Urabá que había llegado hacía 20 días más o menos, ellos tenían un bebé, a la señora le arrebataron el niño de los brazos, un niño de mes y medio de nacido, y se la llevaron también.
Yo recuerdo que el señor que me contó lo de la pareja de Urabá, me dijo que a él le tocó ver cómo le arrebataron el niño a la señora, lo cogieron de una piernita y lo tiraron a una jardinera. La señora gritaba “mi bebé, mi niño”, esa señora casi se reventaba suplicándoles a ellos que le recogieran el niño, que no se lo dejaran tirado allá. Entonces lo cogieron de una mano y una pierna y se lo entregaron a Miguel Alpidio Quintero, un vecino que tenía unos 70 años en ese entonces; él fue quien me contó el suceso. Cogieron el niño, se lo entregaron y lo amenazaron con el arma diciéndole que lo cuidara que ellos volvían por él. Ellos se fueron con la mamá del niño y al papá, Freddy, ya se lo habían llevado, de ellos decían que eran guerrilleros pertenecientes al EPL, pero nosotros nunca vimos comportamientos extraños de ellos, no nos consta que fuese cierto.
El niño rodó por más de seis familias en La Esperanza, ahora algunas no quieren reconocerlo porque les da miedo. En casa de Miguel Alpidio duró hasta el medio día, él se lo entregó a una nuera y abandonó el corregimiento; al otro día, la nuera se lo entregó a una señora que vivía sobre la Autopista, ella lo tuvo un rato y luego se lo dejó al suegro de mi hermano Octavio; después, él se lo entregó a una señora que vivía arriba de la carretera y ahí amaneció el niño. Al otro día, ella tenía que salir para El Santuario y me lo entregó para que lo cuidara, yo me negué, pero me puse a pensar en mis hijos donde quedaran solos y nadie los quisiera recibir. Además, el niño estaba muy enfermito, entonces yo lo recibí y lo protegí. Entre las prendas y la leche que me entregaron con el niño, había un carné del hospital de Chigorodó con su nombre: Andrés Suárez Cordero.
El 26 de junio el Ejército se tomó la casa de mi papá. Fue un miércoles en la madrugada, allá vivía mi papá, mi mamá y mi hermano Juan Carlos, pero para ellos la casa estaba llena de guerrilla. Entraron a la finca y empezaron a disparar hacia la vivienda por todos lados, a todos los rincones de la casa, bajito, a la altura de las camas, de las hamacas, el zarzo…
Mi hermano gritaba “auxilio, somos una familia, no nos disparen”. La casa era de bareque y la volvieron nada: las puertas cayeron al piso, las balas hicieron huecos en las paredes y el polvo de todo el bareque estaba ahogando a mi mamá; mi papá y mi hermano tuvieron que tirarse en un rinconcito a ventearle con una tapa de olla para que pudiera respirar. A mi papá le pasó una bala por encima del hombro; ellos no saben cómo se salvaron.
También tiraron granadas, porque en el chifonier y donde estaban las vigas de madera quedaron esquirlas de ese explosivo. Yo todavía tengo prendas de mi hermano que estaban guardadas en el chifonier, una camisa de él cuando era promotor de salud que tiene huecos de las balas, al igual que la camisa del grupo scout. Además, tengo una cobija con huecos de las balas y una Sagrada Biblia, que era de mi hermano cuando él estaba estudiando en el seminario.
Después de que terminaron de disparar, mi hermano salió temeroso y vio que era el Ejército, inmediatamente se enojó y les gritó pidiéndoles explicación de por qué habían atentado contra una familia cuándo ellos eran los llamados a proteger la comunidad; los soldados lo que hicieron fue pegarle un culatazo en la cara y obviamente Juan Carlos cayó al piso.
El Ejército tuvo el descaro de quedarse hasta las cuatro de la tarde, armaron carpas por todos lados, porque eran más de 50 soldados. Ese día subió mi esposo con mi hijastro a trabajar porque tenían un contrato de un potrero, subió mi hermano Octavio con la esposa y las tres niñas, ese día subió también un señor que se llamaba Alfredo y otro señor Berto Gallego que fue a darle vuelta a una finca de ganado. A todos los detuvieron. Mi esposo llevaba el almuerzo que yo le había empacado y le dijeron que ese almuerzo no era para él, que no fuera mentiroso y dijera que era para dárselo a la guerrilla. Imagínese, la porción personal para trabajar y supuestamente era para la guerrilla; para ellos todo era guerrilla, no más.
Ese día, mientras les amontonaban los números de cédula, a mi esposo le dijeron que le pidiéramos tierra al Estado porque todo lo iban a bombardear. Mi hermano Octavio discutió con ellos de lo que habían hecho en la casa de mi papá y uno de ellos le dijo: “denle gracias a dios que no los matamos, y a usted lo llevamos aquí en la mira”.
A Florilda, la esposa de mi hermano Octavio, la pensaban detener porque subió con botas pantaneras y por eso, supuestamente, era una guerrillera; donde vivía mi hermano habían como tres cafetales y el resto era puro rastrojo, obviamente se emparamaba mucho a esa hora de la mañana y por eso subió en botas. Ahí fue cuando se vio el valor de nuestra mamá, quien fue a decirles a los soldados que era la nuera, que mirara a las hijas, que mirara cuál era la casa; al final no se la llevaron.
Ese mismo día por la mañana, me contaba mi hermano, mis papas y algunos de los que habían subido a la finca, los soldados los hicieron entrar a la casa y los encerraron, o más bien colocaron las puertas, porque igual ya estaban caídas del atentado que habían hecho durante la madrugada. Entonces por los huecos que dejaron las balas en el bareque, ellos vieron cuando a una prima mía, María Irene, le quitaron la ropa, le pusieron camuflado y un bolso y se la llevaron; de ella no volvimos a saber nada.
El domingo 7 de julio estaba mi hermano Juan Carlos enseñando catequesis, ese día también había hecho una reunión en la Capilla la Santa Cruz para mejoramiento de vivienda, cuando iba sobre la Autopista aparecieron hombres armados en unas camionetas y se lo llevaron junto con Jaime Mejía, el chancero de la zona, y Javier Giraldo, quien se resistió a los armados y se hizo asesinar llegando a la vereda San Vicente, donde encontraron el cuerpo. Dicen que se llevaron otro señor, que trabajaba para una empresa que se llamaba Pavicor y que tenía un contrato en la Autopista haciendo obras de mantenimiento, pero nadie denunció su desaparición, ese fue un suceso que se quedó en la impunidad.
Mi esposo fue el lunes a Cocorná a denunciar la desaparición de mi hermano en la Personería, habló también con el sacerdote José Olimpo, quien era el párroco de Cocorná. Cuando mi esposo llegó me dijo: “mija, yo no sé qué haría usted si quedara sola, con todos esos niños y mire lo que está pasando, si se llevaron a su hermano que era tan bueno con todo el mundo…”.
Al otro día se llevaron a mi esposo. Ese día aparecieron en el corredor de mi casa cinco tipos armados preguntando por el recién nacido que habían abandonado, el bebé estaba en una hamaca, mientras mis hijos pequeños le jugaban. Yo les dije “sí, Andresito está aquí”, obviamente se enojaron mucho y empezaron a hacerme preguntas, yo les argumenté que no era delito cuidar un niño que no tenía la protección del papá, la mamá o de algún familiar.
Ellos dijeron que nosotros éramos guerrilleros y a mí se me subió un calor impresionante por ser tratados de esa forma. En medio de toda esa situación, no solo se siente miedo, ese miedo también ayuda a resistir, a ser fuerte, a mí me dio valor y entre lágrimas y nudos en la garganta, les dije que si pensaban que éramos guerrilleros nos mataran de una vez porque a eso habían venido.
Después me dijeron que se iban a llevar al niño, pero no respondieron cuando les pregunté para dónde, entonces yo entré a la casa y le estaba cambiando el pañal a Andresito, mientras dos hombres me apuntaban con sus armas, uno detrás de mí y otro al frente, desde la ventana. En esas entró mi esposo y me dijo “mija, que yo me tengo que ir con ellos”, eso fue muy duro para mí, terrible, yo inmediatamente salí y les dije que no se podían llevar a mi esposo, que yo tenía cuatro hijos y que estaba en embarazo, pero a ellos no les valió mis súplicas. Yo les dije que hacía dos días se me habían llevado a mi hermano que era promotor de salud, y me respondieron “demás que él era cómplice de la guerrilla…”.
Seguí discutiendo con los armados del ataque a la casa de mi papá mientras ellos requisaban toda la casa. Me dijeron que a ellos lo que les daba rabia es que hacía ocho días que había habido un enfrentamiento y “nos hirieron un soldado en el puente y nadie fue a avisar ni a decir nada”, cuando ellos dijeron eso yo inmediatamente me dije “aquí no sólo hay paramilitares, aquí hay soldados”, porque además algunos tenían motilado de militar; yo pensé, “estos son soldados y se identificaron solitos”.
Mucha discusión, súplicas y llanto durante ese momento, pero no valió de nada. Mi esposo tuvo que soltar a Celeni de sus brazos y despedirse de mí, él ni podía despedirse y yo tampoco por el llanto en el que estaba, además de ver a mi niño llorando, pegado de las rodillas del papá y diciéndole que se lo llevara; ellos cogieron al niño, a mi mono y lo tiraron diciendo “este chino no va” y ya mi esposo me dijo, mirándome a los ojos y con un esfuerzo indudable “Hasta luego mija, cuídese mucho” y yo, atacada por el llanto, le dije “que la virgen lo acompañe, que me le vaya bien”. Él salió rodeado de los cinco armados, llevando a Andresito entre sus brazos y se fue alejando, poco a poco, de nuestra casita.
Ellos me dijeron que mi esposo ya volvía y nunca volvió, al rato se largó una granizada horrible, dicen los vecinos que en medio de la lluvia todavía no habían bajado a la Autopista y cuando llegaron, le quitaron el niño y lo amarraron. En esas bajaba otro muchacho de trabajar, Orlando Castaño, y también se lo llevaron; más abajito estaba mi hermano Octavio esperando carro y también lo cogieron y se lo llevaron.
Yo denuncié las desapariciones en la Personería de Cocorná, al mismo tiempo que tomaba las riendas de la finca para poder sostener a mis niños. Fue muy duro hacerles entender a mis hijos, todos menores de 6 años, que su papá no estaba. Al principio no dejaban que yo les cepillara los dientes, era el papá el que los acompañaba siempre al lavadero y les enseñaba oraciones antes de irnos a la cama, casi no logro hacerles entender que el papá ya no estaba, que hombres armados se lo había llevado.
A finales de ese año, el 27 de diciembre, se llevaron otros dos campesinos de la zona: Andrés Gallego y Leónidas Cardona, un lavador de carros de La Esperanza. En ese año perdí a mi esposo, mis dos hermanos, además de algunos primos cercanos y vecinos muy estimados, a los diez y seis meses de la desaparición de mis hermanos, mi papá murió de pena moral. En la Esperanza hicimos marchas, manifestaciones y eucaristías con las familias de los desaparecidos durante ese tiempo, mientras pedíamos respuestas de nuestros seres queridos, dónde están, cómo, porqué… Nos enteramos que el paramilitar Ramón Isaza, comandante de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, hablaba de su responsabilidad, o la de su hijo, en estas desapariciones, pero no se daban detalles, solo que estaban muertos.
Después de denunciar ante la Fiscalía General de la Nación las desapariciones de La Esperanza, empezaron las persecuciones, las amenazas, los desplazamientos. El 6 de marzo del 2000 nos desplazaron por primera vez. Cémida, una vecina que vive sobre la Autopista, estaba descansando en el corredor de su casa cuando bajaron en una moto tirando papeles sobre la vía, ella y su familia no le dieron importancia, cuando en esas desde más abajito gritaron los de la moto “es en serio, recójanlos”. En el papel decía que teníamos 24 horas para desocupar La Esperanza.
La mayoría de mis vecinos de La Esperanza se fueron para El Santuario y allá estuvieron en albergues, otros se fueron para El Carmen de Viboral, nosotros nos fuimos para Cocorná, para la casa donde vivía mi hermana María de los Ángeles con su esposo e hijos. La casa era muy pequeña y nos tuvimos que acomodar cuatro familias, incluyendo la familia de mi hermana Aurora y una familiar del esposo de María de los Ángeles.
La situación fue muy dura, porque cada 15 días nos daban una bolsita de mercado a cada familia, pero eso no era suficiente, todo era en cantidades muy pequeñas, aceite, chocolate, panela, unas libritas de arroz, 2 libras de lentejas o alverjas y un kilo de bienestarina. Durante ese tiempo, yo le ayudaba a mi hermana en la máquina de coser, ahí por los laditos. Otros ratos los aprovechaba para sacar a los niños a jugar en una casa que estaban construyendo cerca, para que allá corrieran, cantaran, hablaran duro y se sintieran libres, como en el campo; fue muy complicado mantenerlos quietos cuando estábamos en casa de mi hermana, porque estaban muy pequeñitos, y eso empezó a generarme problemas con mi cuñado.
En julio nos volvieron a dar retorno y empezamos a llegar las familias durante todo el mes, pero no nos duró ni dos meses la dicha, porque el 28 de agosto tocaron puertas unos encapuchados que no se identificaron y nos dijeron que teníamos que salir. Cuando ellos llegaron a mi casa yo me sentía protegida porque siempre ponía el rosario en Radio Católica Mundial y en esas estaba.
En ese desplazamiento regresé a Cocorná, con mi familia, que en ese entonces éramos ocho, incluyendo mis 5 hijos, mi mamá, el hijastro y yo, no queríamos volver allá, pero finalmente no teníamos a dónde más llegar. Para colaborar con los gastos de la casa yo vendí una manguera larga que tenía, unos alambres para cercar, el fogón y todo lo que pudiera generar entradas económicas; así nos mantuvimos en medio de muchas necesidades y con la sensación de “arrimados” que es bastante dura.
Cuando retorné en enero de 2001 a La Esperanza, ya empecé a sentirme amenazada. Un joven menor de edad, desconocido, llegó una vez a mi casa diciéndome que debía ir a unas reuniones que en realidad no habían. Recuerdo que una noche en La Esperanza iba caminando para la casa y me apuntaron con un arma preguntándome quién era, a los días iba por la Autopista y pasó un taxi que frenó en seco y se fue al paso mío, eso fue terrible. Luego, recibí un cartel escrito donde me decían que yo tenía cuentas pendientes con ellos y que tenía que ir a no sé qué vereda o si no yo ya sabía a qué me atenía; ahí mismo yo me puse a buscar casa para arrendar en El Carmen y pude pasarme el 18 de febrero, luego de llevarme varios sustos.
Allá, en La Esperanza, quedaron mis recuerdos de infancia, la finca, una buena cosecha de café… Por allá voy poco, asisto a talleres que nos dictan sobre ley de víctimas, identificación de personas y actos de memoria por nuestros desaparecidos, pero cuando voy salgo el mismo día. En el pueblo, a veces la situación es muy difícil, tratamos de sobrevivir sin recibirle un peso al Estado, porque antes de reparaciones económicas y subsidios, quiero la verdad, mis hijos también la piden.
De todas maneras, queda la esperanza de encontrar la verdad. No es suficiente con que Ramón Isaza haya dicho que tiraron sus cuerpos a los ríos más grandes de Colombia ¿A cuál exactamente? Queremos concluir el duelo en el que todavía seguimos. Nosotros vivimos con la incertidumbre de no saber si están vivos, pero con la mano en el corazón tampoco puedo asegurar que murieron.

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html

2. La huída: no más funerales

Después de cada guerra alguien tiene que limpiar. No se van a arreglar solas las cosas, digo yo…
Wislawa Szymborska.
Luego de regarle agua a las plantas que cuelgan de las vigas de su casa y a las que rodean los muebles de la sala, Mauricio va al patio por la trapera para secar el líquido que sale de las materas.
María Consuelo, su madre, está fuera de casa, salió a visitar a su familia que vive en Montería, dejando al cuidado de su hijo menor las plantas, que se secan con los días soleados de esta época, y los tres gatos que parió la gata. A sus 61 años, esta mujer tiene varios achaques con la presión, pero conserva el vigor que le permite moverse de un lado a otro, ir a cuanta reunión tenga de víctimas, de mujeres y de los productos por catálogo que ofrece. Según Mauricio, ella no goza de tranquilidad para conversar sobre su pasado, recordarlo e intentar hablar hace que rompa en llanto y por eso lo evita.
El joven, de 21 años, refleja en su personalidad la madurez de quien tuvo que hacerlo a la fuerza, pero salió bien librado, sus sueños siempre estuvieron por encima de los de cualquier niño acomodado que cree que lo puede todo. Esos sueños, que fueron tejiéndose en su imaginación, ahora se reflejan en un desempeño académico destacado, en una tecnología ya terminada y en una carrera en Administración de Empresas que empezó este año, además de su activa presencia en grupos juveniles. El joven heredó de su madre la estatura mediana-baja, cara redonda, ojos grandes y cejas pobladas.
Años atrás vivían en una finca ubicada en el corregimiento La Chapa, donde transcurrieron la infancia y la adolescencia de los siete hijos de María Consuelo. En el año 2001 la familia se vio obligada a abandonar su vida campestre buscando tranquilidad y seguridad en el pueblo.
La casa donde ahora vive Mauricio, su madre y su hermano Huber, está ubicada en Las Manguitas, un barrio cercano al parque principal de El Carmen de Viboral, “es humilde, pero es propia — menciona Mauricio — y con eso es suficiente”, algunas de las paredes dejan ver el ladrillo, el piso está desgastado, pero es el hogar que pudieron construir y la sensación de tranquilidad allí vale más que cualquier otra cosa.

2.1 La finca de la familia, mucho antes
El corregimiento La Chapa está ubicado hacia el sur del casco urbano del municipio de El Carmen de Viboral, en el Oriente antioqueño. No toma más de media hora llegar allí por una carretera empedrada para disfrutar de sus paisajes, su verde profundo, las viviendas campesinas y las ruinas de las empresas de cerámica que estuvieron asentadas en la zona.
En el siglo pasado, esta zona fue la cuna de importantes empresas de cerámica como La Continental y La Júpiter, que contaron con gran cantidad de personal en sus instalaciones. La mayoría de la población carmelitana se sostenía de la producción de la loza, con talleres familiares y con los salarios de las grandes fábricas que existían, fue así como el municipio logró distinguirse por el oficio y la decoración de loza.
La Continental fue la empresa donde trabajó por varios años María Consuelo, cuenta Mauricio, mientras recuerda las historias que le narraba su madre. Cuando estaba soltera, era ella quien preparaba la pasta arcillosa, haciendo el lavado, mezclando y amasando, daba forma al barro y lo dejaba listo para sus posteriores procesos. Con la elección de unir su vida a la de Fabio Gallego y ser madre dedicada al cuidado del hogar, María Consuelo abandonó su oficio dentro de esta fábrica, pero se quedó viviendo en una finca cercana a sus instalaciones.
La casita donde vivía la familia era de piso rústico, solamente de adobe, pero pintado, muy colorida como la mayoría de fincas en el campo, era amplia y tenía su buen zarzo, su fachada daba a un prado con árboles frutales, y la parte trasera a la carretera principal.
Entrando la década de los noventa, la mamá de Mauricio volvió a La Continental. Este regreso iba de la mano con su viudez, debió valerse de su pujanza campesina para levantar siete hijos nacidos en su matrimonio con Fabio Gallego, quien murió de cáncer en el estómago, dejando a Mauricio con sólo 28 días de nacido.
Ángela, la hija mayor del matrimonio, entró a trabajar con su madre a esta fábrica, mientras Diana cuidaba a los niños y hacía los oficios de la casa; los dos hijos varones que estaban más grandes, Wilson y Walter, estudiaron en las noches y en el día se dedicaron a la agricultura, jornaleando con sus vecinos cercanos, para ayudar con la economía de la casa. Wilson también recurrió al trabajo con carro-coches de carga.
Mauricio recuerda que veía poco a su madre en la infancia; de vez en cuando llegaba a ayudarle con las tareas de matemáticas, pero sobre todo tiene “la imagen de ella durmiendo de día”, porque cumplía horarios nocturnos en La Continental y debía trabajar horas extras para mejorar la calidad de vida de la familia.
En 1997, los directivos de esta empresa empezaron a quedarle mal a sus empleados con sus salarios, se dieron las primeras huelgas y, posteriormente, el cierre de una fábrica que empleaba a más de 500 trabajadores. Ésta se quebró por la entrada de la loza China que era mucho más económica que la producida en el municipio y por la masificación de los utensilios de plástico.
Al tiempo de quiebra de la empresa, María Consuelo empezó a trabajar en una finca cercana donde hacían arepas, los horarios nocturnos que a veces tenía la obligaban a llevarse a sus hijos más pequeños y laborar mientras les velaba el sueño. Más adelante, se acabó el trabajo en la fábrica de arepas y María Consuelo se dedicó a las labores domésticas: cuidaba sus gallinas, dos caballos que tenían, ordeñaba las vacas y salía todos los días al pueblo a vender la leche.
Mauricio fue creciendo dentro de un hogar unido que disfrutaba los días domingos para compartir con sus parientes, ir al pueblo y almorzar donde alguna tía. En semana, además del estudio, llegaba el juego con sus primas que vivían cerca, caminatas por la vereda hasta alguna tienda, subidas a los árboles o el refrescante baño en el riachuelo que había cerca a su casa.
La Escuela de La Chapa fue la institución que ofreció la primaria a Mauricio y a la mayoría de sus hermanos. Una institución rural que gozaba de privilegios por su extensión, su moderna infraestructura y por tener en su jardín ruinas de la fábrica de cerámica La Júpiter.
Cuando la zona era más tranquila se armaban las parrandas en las fondas de la vereda, donde concurrían jóvenes de todos lados a tomar aguardiente, jugar billar, bailar y conversar un rato. “Mis hermanos mayores participaban mucho de estos encuentros —recuerda Mauricio— y mi madre no se molestaba porque todo era muy sano”.

2.2 Los hermanos mayores
La Chapa se había convertido en paso obligado de campesinos que vivían en las zonas más alejadas de la localidad; también comunicaba a El Carmen de Viboral con el municipio de La Unión por extensas zonas montañosas donde empezaron a operar grupos armados ilegales.
A finales de los años noventa empezaron a verse los primeros paramilitares en el corregimiento. “La gente mayor hablaba de personas extrañas que pasaban por las carreteras en camionetas y cogían montañas arriba, hacia La Unión”, rememora Mauricio.
Primero vino el temor, que hasta entonces era lejano para los campesinos, pues les generaba susto ver hombres armados en camionetas lujosas, que exhibían sus armas como señal de una abierta amenaza, además de sus rostros intimidantes. Las salidas empezaron a hacerse más limitadas por la presencia de hombres armados; los habitantes de La Chapa permanecían más tiempo en sus casas, temían estar en el sitio equivocado y en el momento equivocado, temían por sus vidas. Luego comenzaron los asesinatos, mataban porque sí en varias veredas del municipio y no era raro que se dieran entierros colectivos, dos o tres personas para sepultar en un día, y varios funerales a la semana. La guerra estaba cobrando las vidas de vecinos, familiares lejanos, conocidos…
La noche del 6 de noviembre del 2000 asesinaron a Wilmar Alexander, un joven de 16 años que ocupaba el quinto lugar, de 7 hijos, en la familia Gallego Arcila. A María Consuelo le llegó el rumor del asesinato de su hijo, junto a otro vecino, en una zona conocida como Quiebrapatas, a pocos minutos de la vivienda familiar. El relato que contaban los vecinos de lo sucedido explicaba que “llegaron hombres armados en una camioneta y obligaron a los jóvenes a ponerse contra el suelo”; mientras ellos obedecían, acabaron con sus vidas.
María Consuelo y sus hijos entendieron de manera brusca que el conflicto había tocado sus puertas con la dolorosa noticia que habían llevado sus vecinos y el rumor desatado sobre la responsabilidad de los paramilitares al mando de Ramón Isaza en este hecho.
Después vino el entierro, los días de novena y las visitas al cementerio, porque debía despedirse bien al hijo y hermano arrebatado. Dos meses después, ante el miedo que se había agudizado mucho más, la familia de Mauricio decidió no volver a dormir en la casita de La Chapa. En ese lugar seguían sus vidas, sus pertenencias, pero la noche lo transformaba todo y había temor, así que emprenderían dos caminadas diarias, de ida y regreso, para pasar la noche en el pueblo.
Esta rutina duró por lo menos cuatro meses, subían en la mañana y los más pequeños iban a la escuela, mientras que María Consuelo cuidaba la casa, alimentaba los animales, ordeñaba las vacas y recogía los huevos de las gallinas que todavía quedaban. En la tarde bajaban al pueblo a dormir en casa de Ángela, la hija casada. A sus 11 años, Mauricio contemplaba la angustia en la familia, pero no la padecía tanto como ellos, no le molestaba tener dos casas, pero sí ver a su madre con los ojos aguados cuando menos lo pensaba.
Seis meses después, el domingo 6 de mayo de 2001, acabaron con la vida de John Wilson, otro hijo de María Consuelo, de 24 años y trabajador en un cultivo de flores en el municipio de La Ceja del Tambo. Él era quien sostenía la familia por esos días. “Estaba solo en la casa, llegó de trabajar y había subido a bañarse y arreglarse para alcanzarnos en el pueblo, pero no pudo”, comenta Mauricio.
La noticia la recibió la familia por parte de vecinos que habían escuchado algunos disparos, ellos, un poco asustados, decidieron asomarse a la vivienda, que estaba de puertas abiertas, para saber qué había pasado: John Wilson estaba en el piso de una de las habitaciones, no respiraba. El levantamiento se hizo cerca de las 11 de la noche y como la necropsia no sería posible hasta el otro día en la madrugada, la familia veló el cuerpo en la casa campestre, durante toda la noche. De nuevo, en el alma de María Consuelo, el dolor ante la partida violenta de un hijo.
A su corta edad, Mauricio veía el sufrimiento en el rostro de su madre. Empezaba otra vez el ritual de despedida: traje negro, velación, flores, gente que llega a acompañar, eucaristía fúnebre, cementerio, más flores, novenario…
Al otro día, Huber y Mauricio fueron a limpiar la habitación donde había caminado por última vez el hombre mayor de la casa. “Esa es una de las escenas que más recuerdo —dice Mauricio— porque él quedó medio recostado en una cama, pero el tendido estaba limpio, había quedado salpicada la madera y el piso. Con esa situación le cogí muchísima fobia al campo; aunque voy de vez en cuando, yo no soy capaz de amanecer por allá”.
Quince días antes del asesinato, Walter, el cuarto hijo de la familia y el segundo hombre de la casa, se había ido a vivir a Montería. Allá estuvo alojado donde su familia materna y le ayudaba a sus tíos, quienes se dedicaban al comercio. Mauricio recuerda que su hermano Walter no estuvo en el funeral de John Wilson porque su mamá no le contó hasta el último día de la novena; ella no quería llevar al cementerio a uno más de sus hijos y por eso guardó silencio unos días. “Mi hermano Walter regresó a los dos meses y medio, pero estuvo encerrado mucho tiempo en la casa”, afirma Mauricio.

2.3 No más vida en el campo
Las hermanas mayores, Ángela y Diana, ayudaron a su mamá a vender lo que tenían en la finca: el ganado y algunas pertenencias. “Allá no podíamos vivir —sostiene Mauricio— nos afectaba saber que ahí había pasado todo, mi mamá con solo ver la casita empezaba a llorar y se desmayaba. Ella casi no supera esa sensación”.
La familia consideró la idea de vivir en Montería o en otro lado, lejos, pero a la final, pensando en que no había muchas opciones porque la violencia estaba por todo lado, decidieron echar raíces en el mismo municipio, pero fuera del campo, que les había dejado ese sabor a guerra.
A partir de ahí vino el cambio drástico para la familia: colegio nuevo, vivienda arrendada, ambiente distinto y otros hábitos. La familia estuvo primero en una casa cerca al Barrio Berna y luego un par de calles más al centro, llegando al barrio Bueno Aires; las casas eran grandes y los arriendos muy baratos en esa época, por la misma violencia.
Mauricio recuerda: “En esa época nos sosteníamos de la ayuda de mis tías, de coles que vendía mi mamá y también de guayabas que íbamos a recoger a la finca, mi mamá ahorraba para darnos los útiles escolares y pagar servicios, ella economizaba luz cocinando con leña en el solar de las casas a las que llegábamos, así quedaba dinero para el arriendo. Mi mamá mercaba, desde que trabajaba en La Continental, en la ‛Tienda de don Héctor’ y fue allá donde le fiaron el mercado nueve meses, mientras hacíamos vueltas para que nos llegara la pensión por mi hermano John Wilson; nunca aguantamos hambre durante ese tiempo, eso sí, solo se compraban granos, aceite, sal, panela y chocolate. Ni carne, ni frutas, ni verduras. No podíamos acceder a ciertos lujos y la mayoría de la ropa que teníamos nos la regalaban algunos conocidos”.
La mamá de Mauricio fue una de las pioneras, en El Carmen de Viboral, en exigir la reparación económica que daba el Estado a aquellas familias que habían perdido a alguno de sus integrantes a manos de grupos armados ilegales. Al principio, mucha gente decía que eso era como “comerse al hijo”, que era como si le pagaran la muerte con plata; sin embargo, la familia lo veía más por el lado de estar bien y de que los hijos donde sea que estuviesen se sintieran tranquilos por su familia, así no regresaran. “La reparación de mi primer hermano se tardó cuatro años, nos dieron cerca de 11 millones de pesos con los cuales compramos esta casa; por el segundo hermano recibimos casi doce millones de pesos en el 2005 y con ellos hicimos algunas mejoras a la vivienda”.
Al nuevo colegio, Mauricio llegó para estudiar sexto grado, desubicado con los cambios que había vivido por esos días, esas situaciones lo habían convertido en un niño introvertido, silencioso y abstraído. “Yo veía llorar a mi mamá y aunque no entendía muchas cosas, con eso quedaba marcado, también desperté la sensación de que me estaban buscando por ser de allá”. Sin embargo, con el paso del tiempo, llegaron los amigos del colegio y también los vecinos, los juegos callejeros, además de las tareas donde algún compañero y las visitas a casa de alguna tía.
“Cuando fui creciendo, en la misma etapa de colegio, ya empecé a analizar nuestra situación, a tenerle miedo al campo, a entender lo que pasaba en el país, a escuchar otros testimonios, a pedir justicia y claridad. A saber que la guerra no se había acabado porque yo había perdido dos hermanos”.
Mauricio, desde el sofá de la sala de su casa, afirma que todo lo que vivió lo hizo mucho más fuerte, y generó en él un deseo profundo de superación, de estudiar a pesar de las limitantes económicas en la familia. “Yo ahora vivo muy contento, mi mamá está mucho más tranquila y los hermanos que me quedan son muy cercanos entre sí, ahora somos más unidos. Uno a veces imagina cómo sería la familia si estuviera completa, pero bueno, las cosas pasaron así y ya no podemos volver atrás.”

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html

3. Allá está mi tierra, entre montañas

Si vas a El Porvenir y te encuentras con un niño con cara de pajarito, seguro te regala el río en un balde. Buen viaje a la montaña.

La vereda El Porvenir se halla enclavada entre altas montañas del sur del municipio de El Carmen de Viboral, en el cañón del Rio Melcocho. Para llegar a esta vereda alejada, se debe abandonar la zona urbana del municipio, tomando la vía que lleva por la Autopista Medellín-Bogotá hacia el caserío de la vereda La Piñuela, perteneciente a Cocorná. Allí realmente empieza el viaje.
Mientras los labriegos esperan el vehículo que los llevará a sus veredas, el ambiente tiene un aire de festivo: algunos escuchan música popular campesina que brota de los equipos de sonido instalados en algunos de los negocios que hay allí, otros acaban de hacer sus compras en el Supermercado El Baratón y algunos más comen en el Restaurante de Parra.
El ambiente se altera cuando, a lo lejos, aparece un carro colorido, decorado con figuras geométricas, que se acerca al caserío, es “la escalera” o “chiva”, como se conocen estos vehículos de servicio público, que llevará a todos los pasajeros hasta la vereda El Retiro, destino final del viaje. Todo es agitación cuando el vehículo se detiene en el lugar: la gente comienza a subir en el capacete sus costales llenos de mercado, un perro, sillas de plástico, pipetas de gas, una bicicleta, unos tablones, un par de tarros de agua… También se acomodan allí varios pasajeros, campesinos la mayoría, con sombrero y machete algunos de ellos, así como con algunos trapos para cubrirse la cara y protegerse del sol de la mañana.
Una vez todo ha quedado listo, el vehículo comienza su recorrido: transita por vía pavimentada hasta llegar a la vereda Pailania, del municipio de San Francisco, allí toma un desvío por carretera destapada y va dejando atrás algunas montañas, mientras se ven otras a lo lejos. Los campesinos, durante el viaje, sonríen amablemente, sostienen algunas conversaciones con sus conocidos y otros más permanecen en silencio.
Cuando el bus escalera llega a su destino, la vereda El Retiro del municipio de Cocorná, la vía carreteable llega a su final y quienes deben seguir montaña adentro, hacia El Porvenir, deben transitar por un estrecho camino de herradura durante más de tres horas. Por lo general, ese trayecto se hace a lomo de mula, adiestradas y conocedoras de esos agrestes caminos que conducen al cañón del Rio Melcocho, donde se ve más verde montañoso que el mismo cielo.
Se sabe que se está en El Porvenir y se acerca la zona habitada, luego de cruzar un puente de cemento y abrir casi una docena de puertas de madera que separan los potreros donde pasta el ganado. En ese momento se empiezan a ver fincas, casas de madera y de adobe, y más arriba, los lugares de encuentro veredal: el centro de salud, la escuela y la tienda, llamada “Culo estrecho”.
Por lo demás, gente amable, muchos saludos en el camino, niños tímidos, agricultores sudorosos y amas de casas dedicadas a las labores domésticas que incluye, para muchas de ellas, moler maíz, hacer arepas y mazamorra, ordeñar vacas, alimentar y encerrar las mulas, terneros, piscos, gallinas y pollos.
Muchos de los campesinos que viven en El Porvenir nacieron allí mismo, llevan toda una vida en esas tierras montañosas que ha dejado como resultado la propiedad sobre predios que van muchas veces “hasta donde se puede ver”; otros, fueron llegando de veredas cercanas como Santa Rita, Rio Verde o La Cristalina, y aunque su fincas son más pequeñas, les da para sembrar, cuidar los animales y tener la casita.
Las 24 familias que actualmente habitan la vereda están dedicadas a la siembra de maíz, yuca, fríjol y plátano, productos que la mayoría de veces son para el consumo familiar, al igual que la leche de las vacas, los huevos y la carne de gallina, además de las guayabas, chirimoyas y bojoró que cuelgan de árboles cercanos.
En El Porvenir, los campesinos se levantan con el canto del gallo y, mientras trabajan en sus arados, ven el paisaje claro que deja la neblina cuando va subiendo entre las montañas, con ese panorama imponente crecieron los habitantes de la zona. Ellos se acuestan cuando llega la oscuridad, mientras ven, solamente, la luz que producen algunos bichos en el monte y una que otra vela encendida.

3.1 Visitantes armados
Corrían los años finales de la década del ochenta cuando las armas de la violencia se hicieron visibles ante los ojos de los campesinos de El Porvenir. La primera en llevarlas fue la guerrilla. Sus integrantes eran pocos al principio y menos aún uniformados, la mayoría vestían de civil, pero se reconocían por sus implementos de poder. “Fue después del 87 que vimos gente armada por acá, les decían los elenos, a mí esa palabra me sonaba como rara, pero luego entendí que era por ELN”, asegura Albeiro*, un campesino que ha vivido casi toda su vida en esta tierra montañosa, a la que le canta mientras ejecuta arpegios en su guitarra.
“Mucho tiempo después — continúa este hombre — yo escuché que los primeros que se tomaron estas montañas de La Unión, de acá para arriba, fueron 17 guerrilleros. El grupo se creció mucho, lamentablemente, con campesinos de estas veredas cercanas que fueron cediendo al discurso de la guerrilla y como el Estado tenía esto tan abandonado, no fue difícil”.
Entrada la década del noventa, el comando pequeño ya estaba fortalecido, decían que eran del Frente Carlos Alirio Buitrago y así se presentaban ante los campesinos aquellos armados inexpertos que fueron haciéndose fuertes con el paso del tiempo. Albeiro recuerda que la mayoría de la gente era muy joven: “pelaitos de 14, 15 años y ya con fusil, en todo el tiempo que yo conocí la guerrilla por aquí, pasaban niños, jóvenes, siempre se veían menores de edad”.
A los campesinos de El Porvenir, los “elenos” venían a pedirles favores: algo de tomar, que les prestaran una libra de arroz, que les vendieran un pollo… a veces llegaban a preguntar si había gente extraña en la vereda, pero no era nada raro, a nadie trataban mal y mucho menos los obligaban a hacer algo que no quisieran. Eso sí, no faltaba “la persona que se sentaba al lado de uno a conversarle, se iba ganando la confianza y luego empezaba a hacerle propuestas a uno”, dice el campesino.
Albeiro recuerda a un hombre robusto, barbado, medianamente alto y adulto en ese entonces, que se sentó una vez a su lado y empezó a preguntarle “¿hombre usted qué piensa? Mire cómo está el país”. El campesino le decía que él ya había escogido su obligación, que su responsabilidad era la familia y que no podía echarse otro peso encima. “Ese guerrillero me decía que mi familia no se iba a dar cuenta, que yo le colaboraba como miliciano y si no podía ir a las reuniones en algún momento no había problema, nadie se iba a dar cuenta — me decía él — y uno sabiendo que quienes habían aceptado y se ponían de lambones a colaborarles mucho, después resultaban en las filas de ellos, corriendo para un lado y para otro, se los llevaban del todo”.
Albeiro asegura que nunca le han gustado las armas, solo la escopeta, que se necesita para cuidar los sembrados y de vez en cuando cazar algún animal del monte, un conejo silvestre o una guagua venada que se atraviese por ahí, que luego termina adornando la comida del día en la familia.
Con el paso del tiempo, y hasta el año 2000, estos comandos guerrilleros se hicieron numerosos y cobraron más peso en el territorio, por esos días todavía continuaba el buen trato con los campesinos de la vereda (que no hacían más que arar los campos, cuidar animales y vivir en familia).
Los armados eran sus vecinos aunque nadie sabía dónde quedaba la zona de campamento, pero eran tan comunes, tan presentes en el territorio, que de alguna manera eran cercanos, no podía decirse que eran sus amigos, pero tampoco sus enemigos. No se metían con ningún campesino, cargaban armas, pero no había porque temer, ellos respetaban las familias, por lo menos de este lugar.
Cuando Álvaro Uribe Vélez recibió la presidencia del país el 7 de agosto del año 2002, casi que de inmediato inició su política de Defensa y Seguridad Democrática, que pretendía evitar que organizaciones armadas ilegales avanzaran en el dominio territorial, para lograrlo aumentó el pie de fuerza militar para combatir a la guerrilla. Para los habitantes de El Porvenir, la llegada del Ejército fue lo que complicó la situación, todos los campesinos veían el peligro cerca por la continua presencia de guerrilleros del Frente Carlos Alirio Buitrago y del Ejército en la vereda con la intención de combatirlos. Además, por el mismo tiempo que incursionó el Ejército, llegó el paramilitarismo a la zona, “armados sin alma” que los trataban a todos como si fueran guerrilleros.
Albeiro cuenta que “fue a principios de 2003 que empezaron a entrar a El Porvenir, venían desde San Francisco hacia adentro”. Al mismo tiempo que el Ejército avanzaba, los campesinos veían pasar, cerca de sus fincas, guerrilleros que iban cogiendo montañas arriba. “El ambiente ya se estaba complicando mucho y nos daba miedo que se encontraran y hubiera enfrentamientos — dice Albeiro, asegurando que habla también por sus vecinos —. Eso sí, uno seguía tratando bien a la gente sin importar lo que cargaran, pero eso no lo entendían ellos, lo que queríamos era que no nos metieran en sus cuentos.”
Albeiro y su familia estuvieron en medio de una presencia armada fuerte, fragmentada y perjudicial, las situación empeoraba un día cualquiera cuando se encontraban los bandos enemigos y “se prendían las balaceras en los altos de esas montañas” por las que estaban rodeados, se escuchaban bombardeos en esos cerros que los llenaban de desasosiego, inmediatamente empezaban las súplicas familiares, las oraciones al cielo. Los tiroteos eran lejanos, pero sembraban temor en la gente: “a uno le parecía como maluco, pasaban horas así, a uno ya le tocaba seguir con sus rutinas en la casa”. Y agrega que les “daba miedo cuando había guerrilla por ahí muy cerquita y llegaba el Ejército en ese momento, como hay guerrilla uno está culpado y en ese tiempo el decir de los paramilitares y el mismo Ejército era que quien le diera un trago o un bocado de comida a un guerrillero dizque era cómplice de ellos, entonces ese era el temor de nosotros, porque el que diga aquí que no le colaboró a la guerrilla está mintiendo, sea vendido, sea regalado, uno les colaboraba; estamos muy lejos y uno es caritativo con el prójimo”.
Antes de la llegada del Ejército, a principios del 2003, había alrededor de 54 familias en El Porvenir, pero el conflicto armado fue sembrado inseguridades y varias de ellas prefirieron desplazarse a estar en medio de tantos hombres armados. La gente se desplazó por el miedo que les producía esta situación, en su mayoría no fueron amenazados, pero sí escuchaban comentarios de que iban a bombardear toda la zona porque era de guerrillas.
Así fueron saliendo algunas familias durante el año 2003. En El Porvenir no quedaron más de 13 familias, que fueron tratadas cruelmente por los diferentes grupos armados y pasaron dificultades e intranquilidades en su misma casa. Sin embargo, para ellos, abandonar sus fincas era comenzar otra vida, dejar todo lo que eran, hacían y tenían hasta ahora.

3.2 Algunos nos fuimos…
El 2 de junio del 2003, Albeiro y su familia se despidieron de sus vecinos y amigos, amarraron con cabuya las puertas de su casa de madera, llevaban lo necesario para empezar en otro lado: sus ropas, algunas herramientas de trabajo y la guitarra del músico de la casa.
Con el sol de mediodía estaban saliendo de la vereda, luego de pasar algunos riachuelos, puentes, potreros y un largo sendero, llegaron a la vereda El Retiro al caer la tarde, allí descansaron y durmieron hasta el día siguiente. La madre de Albeiro había sido hospitalizada días atrás y sería sometida a una operación ese mismo día. Aunque nerviosa por lo que se venía, estaba más tranquila de saber que su hijo, su nuera y sus nietos estaban en camino, saliendo de esa zona a la que le debían todo, pero a donde llegó la violencia a impedirles vivir tranquilamente.
Al día siguiente, continuaron su viaje hasta llegar al municipio de El Carmen de Viboral. Se instalaron en el barrio El Progreso, donde vivieron casi todo el año y medio que estuvieron por fuera de la vereda. La situación en el pueblo era muy complicada: había que pagar por el agua, la luz y el arriendo, había que mercar del todo porque ya no habían sembrados que sustituyeran algunas compras, además del encierro, el ruido, los carros. Era otro mundo para esta familia, que permaneció en el pueblo mientras extrañaba la casa del campo, el Rio Melcocho y a sus vecinos.
Como muchos otros colombianos, hicieron maravillas con el salario mínimo que recibía el hombre de la casa trabajando en una floristería del municipio llamada Flores Silvestres. “De todas maneras la situación es muy dura y uno como que no logra amañarse”, dice la esposa de Albeiro, quien se dedicaba a organizar la casa y a levantar los tres hijos de la familia.
Albeiro, en el pueblo, no dejó sus costumbres de músico aficionado, aunque ya no contaba con el grupo musical de la vereda a la que pertenecía, se reunía a veces a tocar guitarra con sus compañeros de trabajo y a distraerse entre aires musicales del campo y uno que otro aguardiente. También, cuando hacía fiestas familiares, llegaban sus dos hermanos músicos y se armaban las serenatas que lo hacían recordar la tierrita; así fue en la Primera Comunión de su hija mayor, a punta de cuerdas prendieron la fiesta y “los pusimos a bailar a todos”. Sin embargo, llegaban otros días en que la guitarra permanecía guardada, recibiendo el polvo y la humedad solamente, porque los afanes de la vida diaria y la necesidad de mantener la familia en el pueblo no dejaban tiempo para muchas distracciones.
Por esos mismos días, otra familia campesina, acostumbrada al clima cálido, trabajo y el ambiente de El Porvenir, había emigrado a Barranquilla, para no tener que ver hombres armados llegando hasta su casa. “Nos fuimos el nueve de septiembre, más que todo por el maltrato del Ejército con mi familia, además de las humillaciones, ellos ya entraban a las casas a revolcarlas como querían porque estaban buscando armamento y guerrilla, y uno se ponía a pensar en que de pronto las cosas se seguían”, dice Mery, la mujer de la casa, su esposo Fabián, agrega que “cuando llegaba la noche uno se ponía a pensar en lo horrible que sería que le pasara algo a la familia”.
En marzo de ese año, antes de que se fueran de la vereda, habían bombardeado una casa lejana que tenían los padres de Mery y que utilizaban para guardar semillas y productos agrícolas cuando cultivaban por esos lados, a esa finca no subían seguido. Los militares le dijeron a la familia que habían encontrado zanjas y municiones de la guerrilla; por eso habían bombardeado y quemado la vivienda.
Unos meses después, Fabián estaba recogiendo maíz y había cargado sobre sus hombros la canasta donde transportaba herramientas, la comida y algunos granos que llevaba más tarde a su casa. La canasta había sido acomodada por su esposa con unas cargaderas que hacían las veces de bolso y que todavía utilizan algunos campesinos de la vereda. A Fabián lo cogieron unos uniformados que él no identificó y le hicieron quitar la camisa, al verle las marcas de las cargaderas de la canasta le dijeron que eran del fusil que cargaba, él intentaba explicar que no era ningún guerrillero, que él estaba trabajando para llevarle la comida a la familia, pero aún así, los uniformados lo acusaban de ser sapo y llevarle información a los guerrilleros. El malentendido finalizó cuando venía subiendo un vecino suyo, con el que había estudiado en la escuela muchos años atrás, él les explicó que era un hombre trabajador, un campesino no más. Y así fue como lo soltaron, advirtiéndole que no le contara nada a nadie, ni siquiera a su mujer.
Después de tanto acoso y presión por parte de los hombres armados, siguiendo los pasos de sus suegros, Fabián vendió el ganado que tenía a algunos de sus vecinos a muy bajo precio; las bestias y algunas pertenencias se las dejaron a un tío de Mery que vivía por los lados de Rio Verde, para que él intentara venderlas después. En la finca de la familia quedó un yucal que no pudieron vender y que se perdió del todo, además, quedaron sin estrenar una escalas de cemento que habían hecho para subir sin tanto esfuerzo a la cocina. La pareja amarró las puertas de su casa y, con sus dos niños, cogieron rumbo a Barranquilla.
Cuando llegaron a Baranoa, un pueblito en todo el centro del Atlántico, se juntaron a vivir con la familia (suegros, cuñados, sobrinos) en un segundo piso que no era suficientemente amplio para albergar tanta gente. Con el paso de los días, pudieron irse a vivir aparte y montaron una tienda de granos, donde vendían la comida al menudeo.
Sin embargo, el hombre de la casa nunca se amañó por esos lados, confiesa con nostalgia que se ponía a pensar en la tierrita y le daba “esa tristeza de saber que estaba tan lejos y totalmente abandonada”, además, no le gustaba ver sus manos, que en otros tiempos eran ásperas por el trabajo en el campo.
Su mujer fue un poco más condescendiente con el cambio, era ella quien manejaba la tienda por ser buena para los negocios y las matemáticas, y en las noches disfrutaba viendo novelas hasta tarde, pues era un privilegio que no tenía en el campo.

3.3 Otros, pocos, se quedaron…
Alrededor de nueve familias se quedaron en la vereda durante el tiempo de fuerte conflicto. Cuando algunos salían de El Porvenir para hacer compras, iban a pasar la noche en casa de sus familiares o de vecinos que se habían desplazado, ahí escuchaban de las necesidades que pasaba la gente que se había ido y con esos comentarios regresaban al otro día a la vereda, donde estaban los demás campesinos llenándose de motivos para seguir en sus tierras, pensando que allí, como pobres, no les faltaba nada.
Blanca, una campesina de 64 años de edad, afirma que no se fueron porque no debían nada y porque nunca los amenazaron, además, “uno se ponía a ver el desastre tan horrible de toda la gente en el pueblo y entonces hacíamos ese esfuerzo por quedarnos, pero nos tocó sufrir mucho, las pérdidas y todo eso”.
Las familias que quedaron en la vereda se ponían de acuerdo para salir a mercar con la intención de que nunca saliera un campesino solo porque “era muy duro salir y entrar en esa época, estábamos entre los ojos de todos, podíamos ser unos sapos para los de adentro y unos sapos para los de afuera”, confiesa uno de los campesinos que permaneció en El Porvenir.
A quienes resistieron en El Porvenir, el Ejército les revisaba sus mercados, además, los tres bandos armados los trataban como cómplices de sus enemigos. Hubo un tiempo en la vereda en que los paramilitares se llevaron varios terneros de los campesinos, algunos pudieron recuperarlos gracias a la gestión de la Junta de Acción Comunal, pero otros ya iban muy lejos; los paramilitares decían que los campesinos estaban cuidando el ganado de la guerrilla y por eso se lo llevaban. “Nosotros de porfiados que nos quedamos acá, porque igual si había mucha presencia armada y pasábamos unos sustos tremendos, cuando escuchábamos tiroteos y veíamos helicópteros sobre algún cerro de tantos”, afirma Blanca.
Su hijo, David, recuerda que cuando algunos vecinos se fueron él tenía 15 años, su familia había decidido quedarse, incluidos sus hermanos que vivían en fincas cercanas y que ya tenían su propio hogar, fue una decisión que tomaron entre todos, pero asegura que vivía atemorizado porque pensaba que ya mismo les tocaba arrancar, que llegaban a ultrajarlos y a destruir lo que hubiera en la casa.
El 17 de noviembre de 2004, David, quien ya tenía en ese entonces 16 años, salió de su casa en el caballo, con su sombrero y botas pantaneras, preparado para el sol inclemente de la mañana y los potreros pantanosos del camino; tenía la intención de darle vuelta al ganado de la familia que estaba en una finca mucho más arriba de donde podían verse sus vecinos. Cuando llegó al potrero no encontró el ganado, entonces caminó hasta el potrero de al lado, y en esas, buscando las reses para encerrarlas, explotó una mina antipersonal dejada por la guerrilla días atrás. David, herido, se montó al caballo como pudo y galopó hasta su casa bañado en sangre, la mina le había desfigurado el rostro y tenía esquirlas del explosivo por todo el cuerpo.
Cuando David llegó a casa, Blanca vio a su hijo bañado en sangre, notó como su voz salía por el lado derecho del rostro y tenía dificultades para hacerse entender, el joven había perdido cuatro muelas y el explosivo le había afectado parte de la lengua. Inmediatamente fueron al centro de salud veredal, donde les dijeron que podía estar reventado por dentro, además le diagnosticaron que tenía la mandíbula y una mano quebradas. Dada la complejidad de las heridas, lo trasladaron al Hospital San Juan de Dios, del municipio de Rionegro, donde recibió atención especializada. Allí permaneció internado poco más de nueve días, tiempo en el que “le cocieron la carita y lo dejaron bajo cuidados médicos”, dice su madre.
Muchas de las esquirlas que tenía no le habían salido cuando dejó el hospital, pero los médicos dijeron que “ahí le iban saliendo”. David en casa, bajo los cuidados de su madre y la preocupación de sus vecinos, notó que la encía seguía sangrando y le dijo a su madre que él no recordaba haber expulsado las muelas. Blanca insistía en que “del susto seguramente se las había tragado y no se acordaba”, pero David decidió regresar al hospital y hacerse una radiografía en la que pudieron constatar que las muelas estaban por dentro, se le habían enterrado por el impacto del explosivo.
El joven estuvo cinco años en tratamientos que pagó el Estado: cirugías plásticas para reconstruir su rostro, restitución de hueso, además de un tratamiento para colocarle las muelas que había perdido. Actualmente, David solo conserva sobre el lado derecho de su rostro, una pequeña cicatriz del accidente, que no hace imaginar la gravedad y las dificultades por las que pasó. “Es un milagro verlo como está —asegura su madre— nada en la vereda fue tan duro y horrible como el accidente de mi muchacho, él perdió la juventud en ese tiempo ¡Ay por Dios! justo en esa edad.”
La gente de la vereda asegura que el explosivo fue de la guerrilla porque el día anterior habían bajado de esos lados y se habían visto en la vereda, caminando montañas arriba, hacia el otro lado de donde ocurrió el accidente.
Al principio, David se negaba a lo sucedido y pensaba que era injusto que le hubiera tocado precisamente a él. Su juventud se le fue en citas, como si fuera “un viejito enfermo, para el hospital cada ocho días, cada quince o cada mes”. Ahora, David es un muchacho muy activo y trabajador, ha dejado parte de esa historia en el pasado. Él mismo dice sonriendo: “Sí, fue muy grave la cosa, pero aquí estamos, guerreándola otra vez, lidiando con sembrados y animales… y contando el cuento”.

3.4 De nuevo: hay un Porvenir
En enero del 2005 empezaron a regresar algunas familias a El Porvenir y fueron poblando nuevamente ese extenso territorio. A finales del mes llegaron, en un carro de la Alcaldía Municipal, cuatro familias, entre ellas la de Albeiro y Fabián. Tanto los vecinos que se resistieron a abandonar el lugar, como las autoridades locales, hablaban de una vereda más tranquila, lo que permitiría mayores posibilidades de retorno.
Albeiro recuerda que cuando pudo entrar a su casa, la encontró prácticamente vacía, con las puertas abiertas, las cobijas rasgadas y los colchones dañados, la explicación que se daba a sí mismo y a su familia, era que hombres alzados en armas los necesitaron para construir sus camas en el monte. Este campesino y su familia empezaron de nuevo: volvió a cultivar y volvió a tocar con los músicos de la vereda en la tienda “Culo estrecho” y dando serenatas, como antes.
“Después de que retorné, el primer año vi guerrilla, de ahí para acá yo no he vuelto a ver nada. El Ejercito sí entra de vez en cuando, hasta hace por hay 20 días entró a dar vuelta, pero nada más”, dice Albeiro.
Por su parte, Fabián recuerda que el día que regresaron, llegaron muy tarde y pasaron la noche en la casa de Blanca. Al día siguiente no esperó a tomarse unos tragos de agua de panela para ir a ver su finca y sentirse de nuevo en casa. “Cuando volvimos, la finquita estaba alzada, había un rastrojo miedoso en esos potreros, solo alrededor de la casa estaba bajito el rastrojo, porque quien saca la tapetusa en la vereda había retornado primero y se quedó en mi casa mientras encontraba para donde irse. Estaba despejado el caminito, no más.” Fabián afirma que volvió porque estaba muy apegado al trabajo, al arado, y aunque sus vecinos le dicen que se mata mucho trabajando, él asegura que lo disfruta y que si se queda sentado se aburre y además se le alzan los potreros.
Desde el año 2006, en El Porvenir, esa tierra rica en agua cristalina, frutas de clima cálido, diversidad de animales y paisajes montañosos, la vereda está medianamente tranquila, los niños ahora pueden pescar en el Rio luego de coger alguna lombriz que les sirve como carnada y bañarse en alguna cascada cercana sin mayores preocupaciones. Los campesinos aseguran que no han vuelto a ver grupos armados, sólo al Ejército que entra de vez en cuando.
La intranquilidad para los habitantes de este paraíso escondido aumentó a principios de abril de este año, cuando fue asesinado en la vereda el vicepresidente de la Junta de Acción Comunal, Andrés Álvarez, un líder comprometido con los derechos de los campesinos y la defensa del territorio. Como no se tienen detalles de su muerte, los campesinos de El Porvenir no han podido explicar esa pérdida y superar el duelo.
Allí, las alarmas están siempre que llega un desconocido, antes y ahora, porque no cualquier persona puede acceder a este territorio, con tantos senderos y caminos es fácil perderse si no se cuenta con un guía de la vereda o con un animal adiestrado. Es por esto que los campesinos se pasan la información de visitantes en la vereda o de forasteros que pasan diciendo que son mineros y cogen montañas arriba; eso los perturba un poco, pero por lo menos no pasan las tragedias de antes.
Ahora, como en otros tiempos, los campesinos que se animan se reúnen los domingos desde las tres de la tarde y hacen el grupo de oración, otros juegan baloncesto en la cancha de la escuela o conversan hasta que se oculte el sol, tiempo en que van a refugiarse a la tienda “Culo Estrecho”, para escuchar música de cuerda que interpreta el grupo musical de la vereda o que colocan en un equipo de sonido que funciona con energía solar. Allá se toman los traguitos de tapetusa, aguardiente o ron el día domingo, algunos bailan y conversan hasta que el cuerpo les dé; para regresar a sus casas deben caminar por esos senderos desnivelados a oscuras, librando más de una caída y un golpe.
En El Porvenir, esa vereda rodeada de montañas conquistadas por los campesinos, la agricultura les da lo necesario para comer, pero el ánimo actual por proyectos de café es evidente en los rostros y conversaciones con ellos. La Federación Nacional de Cafeteros está promoviendo su cultivo para exportar y los capacita periódicamente. Para ver los resultados de este nuevo sueño, de esta búsqueda de un mejor porvenir para su tierra y su gente, tocará esperar a que pasen varios años en esta vereda, donde se quiere recuperar el tiempo perdido y superar un pasado doloroso al que sobrevivieron por su resistencia y su inocencia.
Los más niños, quienes no recuerdan los días de temor en sus casas, ahora disfrutan de un juego de parqués con la compañía de sus padres, de las noches de pesca cuando no hay luna llena. Allí están felices, como sus padres, quienes les han enseñado el valor de la tierra, el agua y la vida en las montañas. Son ellos quienes le cuentan a los visitantes las hazañas de Lulú, Luna, Lucero y Congolo, los últimos terneros que llegaron a casa y que ahora son “su fortuna”, además del río, que también les pertenece y que inocentemente regalan en baldes a cuantos visitantes lo admiren.
Al final de la visita, los pasos de las mulas, las voces de sus propietarios diciendo ¡Muula! ¡Macho, macho! para que éstas continúen avanzando, el ruido del agua que cae en cantidades y el concierto de las chicharras van despidiendo al caminante que va dejando atrás, a lo lejos, El Porvenir.



* Los nombres de los campesinos de esta vereda han sido cambiados. En El Porvenir aún hay presencia militar.

Publicado completo, como Informe Especial, en Inforiente Antioquia el 23 de septiembre de 2011: http://inforiente.info/ediciones/2011/octubre/2011-10-03/23319-alla-esta-mi-tierra-entre-montañas-introduccion.html